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Cruces

Cruces

La familia Ferrol era rica. Una fortuna amasada con trabajo, salud y suerte. Una gran propiedad albergaba su lujosa mansión asentada en medio de cuidados jardines. Tenía además una hermosa capilla y junto a ella un cementerio. Todos los miembros de la familia habían sido enterrados allí. Labradas cruces de hierro, en honor al tatarabuelo que hizo fortuna con su herrería, nombraban al miembro que yacía en el lugar marcado. Hermosas cruces réplicas de la que otrora forjara el propio Vicente Ferrol para su querido padre. Eran otros tiempos y pasó de ‘Vicente, el herrero’ a ‘Don Vicente, el terrateniente’; dueño, no solo, de buenos cultivos, sino de espléndidas propiedades, y por supuesto, la herrería. Tuvo el oficio apropiado en el momento justo y supo prosperar.

Además de las propias, los Ferrol fabricaron y cedieron varias decenas de cruces para aquellos que murieron sin nombre, o sin nadie que les llorara cuando expiraron. Eran unas cruces sencillas pero para quien muere pobre, eran más de lo que en vida pudieron pagarse. Así al menos tenían la suerte de que, en las afueras de la ciudad donde se les daba sepultura, alguien se ocupara de colocarles una cruz prestada para que dios no se olvide de ellos también muertos, y por lo menos los dejen descansar en paz.

Pero el tiempo pasó y no trajo nada bueno para los Ferrol. La fortuna se fue desvaneciendo en manos de los descendientes. Fueron perdiendo sus riquezas y el dinero hasta que al final todo fue vendido. Hasta los muertos junto a la capilla fueron desalojados. Solo les quedaba el cementerio de los sin nombre y allí los llevaron. Las cruces oxidadas por el salitre se amontonan contra la pared tras varias reformas. Ahora todos juntos en una gran fosa continúan su sueño eterno.

ochenta años

Ochenta años

Mi madre, una mujer que cumple ya ochenta años. Hija en plena guerra, educada para ser mujer de la casa: coser, cocinar, parir, criar… Una vida para otros, por otros, poco para sí.

Sin embargo y a pesar de su breves conocimientos de esos que se aprenden en la escuela, me enseñó muchas cosas, posiblemente sin saberlo. Mi madre me enseñó a comer sano y de todo. Me hizo un hueco en su cocina como pinche cuando hacía postres. Me encantaba ayudarla porque al final podía rebañar el bol donde hacía el queque o aquellas tartas de crema y piña con las que todos hemos crecido. Las tartas de manzana me las dejaba decorar porque yo las hacía más bonitas. Aprendí que cualquiera puede enseñarte algo, que de todo se aprende. Siempre la admiré por cómo conocía las piezas de carne; sabía más que nadie.

Aprendí que ser madre es una opción para la mujer, no una obligación. Todo un regalo, sin duda. Es algo que se puede elegir sin que eso merme lo que eres, y aunque ella hubiera sido feliz con algunos nietos más, su frase para todo siempre ha sido: si eres feliz, eso es lo que me importa. Después que tuvo hijos solo vive para ellos, por ellos y si pudiera en lugar de ellos para evitarles sufrimiento.

Descubrí que no hay que poner la otra mejilla, que no hay por qué creer en la Iglesia, que a dios se le puede seguir de varias maneras, o de ninguna. Que el respeto a los otros es importante y la imagen que damos de nosotros es nuestra carta de presentación en todos los campos. Siempre me llevó de punta en blanco, incluso con ropa que hacía para mí con los patrones del ‘Burda‘. De ellos salieron muchas prendas, pero recuerdo un vestido de fiesta, con el cuerpo rojo y la falda larga de fondo oscuro con unas florecillas blancas y rojas alineadas que me encantaba. Tejía por la noche, cuando tenía un hueco, a una o dos agujas. Aún hoy lo hace, y alguna manta y patucos para calentarme los pies en invierno atesoro en mis cajones.

Ahora es ella la que se sorprende por lo que cocino, por lo que intento hacer y logro. Se alegra por lo que he vivido, por la vida que decidí llevar para ser feliz. Entonces sonríe por entender que después de todo no lo hizo nada mal.

Felicidades por esos ochenta años, mamá.

Algo se había roto

Algo se había roto

Se durmió la noche anterior con los ojos anegados de lágrimas. Habían discutido como tantas otras veces los dos últimos días, pero ahora habían llegado un poco más lejos en sus palabras. Algo se había roto. Algo irrecuperable. Al final el cansancio la venció y durmió hasta el amanecer. No sabía si él se acostó a su lado o no. Lentamente se giró y comprobó que dormía profundo acurrucado en la cama, en el filo mismo del colchón.

No lo pensó más y salió con cuidado de la habitación. Su estómago no admitía comida pero al menos necesitaba un café. No sabía qué pasaría a lo largo del día, ni siquiera qué quería vivir. Su corazón estaba dividido aunque veía venir su futuro inmediato y no estaba segura de tener fuerzas para pasarlo. Por un lado deseaba romper con todo quedando libre del desamor, y por otro, le pesaban los años juntos lastrándola a continuar con él, a no tirar por la borda tanto vivido…

Era sábado y tenían toda la ropa sucia de la semana amontonada junto a la lavadora, así que se decidió a lavarla. Él se levantó una hora después. La tensión se podía cortar al tiempo que se miraban furtivamente para comprobar si el otro diría una palabra amable o si continuaría la guerra.

Jugueteaba con su taza de café vacía sin saber cómo romper el hielo entre ellos y entonces ella preguntó si comería hoy en casa. Los sábados solía quedar con sus amigos para jugar al pádel y luego se quedaban entre cervezas, aceitunas y pinchos de tortilla. Ella aprovechaba para mimarse con masajes y la manicura después de su entrenamiento, acabando a veces con alguna amiga para la hora del almuerzo.

Solo un ‘no’ salió de sus labios mientras salía de la habitación. Ella, lavó y secó la ropa mientras decidía. Ordenar cajones siempre la ayudó a pensar. Dejó la cocina en perfecto orden y al final era más interesante un futuro incierto que un pasado roto. Hay cosas que no se pueden recuperar.

Él jugó peor que nunca y se marchó nada más terminar el partido. No sabía que pasaría al llegar a casa. Estuvo ante la puerta llave en mano unos minutos antes de entrar. La casa estaba en silencio. Faltaban sus plantas en la entrada. En su lugar una nota con unas flores marchitas: mañana me llevo el resto.

No lo recuerdo

No lo recuerdo

Perdona, es posible que cada vez que te vea pregunte tu nombre por lo menos dos veces, pero no lo recuerdo. Tampoco sé que hago aquí ni cómo llegué. La memoria me es esquiva y caprichosa. Sé que ayer tomé pastel, pero también que puede que no fuera ayer sino hace días o semanas. Es difícil concentrarse cuando todo lo que viene a tu mente flota difuso en la línea temporal. Es difícil vivir cuando no sabes si lo que precisas estará ahí en el momento adecuado porque no lo recordarás. Por eso preguntaré tu nombre mientras intente hacerme con esta mente descontrolada.

Posiblemente cuando ya no me importe dejaré de hacerlo. Quizá no recuerde que debería saberlo, o al menos intentarlo. Entonces ya no creo que vuelva más a ser yo y te miraré sin saber quién eres ni qué quieres de mi. Dicen que recuerdas tu infancia con más claridad que el ahora, cosas sueltas que acuden por la presencia de un olor o un sonido muy anclado en la memoria. Los olores tienen ese poder. Siempre que hacía magdalenas su olor me transportaba a la cocina de mi abuela. Una mujer grande a pesar de todos los años que llevaba encima, de tantos hijos paridos, de tantos hijos perdidos. Siempre con una sonrisa cuando preparaba aquellas deliciosas magdalenas. Era como si a ella ese olor la llevara a un momento feliz y se ausentara de su dolor.

Ahora llevo una nota arrugada en el bolsillo con mi nombre y dirección, el número del móvil de mi hija y un aviso de alergia a los antibióticos. Ya me he perdido varias veces y me han tenido que ayudar a volver. No recuerdo quiénes fueron, pero se lo agradezco. En el colegio llevaba una etiqueta cosida en el jersey azul del uniforme. Mi madre se acostumbró a poner etiquetas en mis cosas. Vuelvo a ser un niño.

Por la noche, ya en la cama, cuando elijo un pensamiento para dormir pienso que quizá por la mañana no recuerde que debo despertar y así todo termine. No sé si hoy lo hice o si ya voy de camino a ese más allá que nos prometieron a los que quisimos creerlo.

  • Perdone, no recuerdo su nombre.
  • Es que no nos conocemos, pero sé que me esperaba.
  • Gracias por venir.
Se alquila

Se alquila

Rigoberto es un caracol que ha decidido dejar de serlo. Se cansó de ir con la casa a cuestas. La dejó en un ancho muro, cerca de un árbol para cobijarse en los días de calor. Ahora la alquila. No entiende por qué tiene que continuar con la casa a cuestas. Es una pesada carga sobre sus hombros que pesa más cuando no la quieres. Casa para arriba y casa para abajo. Así cada día durante toda su vida.

‘Rigo’ alquila su casa. Es pequeña, sí, pero tiene todo lo necesario y sobretodo unas vistas fantásticas. La casa es estable, bonita e impermeable. Quiere viajar más ligero de equipaje, igual que quien no factura y solo lleva consigo una pequeña mochila para salir pronto a su aventura. Así que se ha hecho un hatillo clásico con tela de cuadros blancos y rojos con algún que otro parche. Con él al hombro se siente imparable.

Siempre ha visto el mundo como su parcela. Ha trepado a los árboles para elegir su camino del siguiente día. Ha cruzado ríos sobre una rama que aburrida de ser una más se soltó de su árbol, precipitándose aprovechando que el río llevaba un buen caudal porque también quería vivir más. Hicieron buenas migas en el viaje, pero al final él siguió su camino y ella encontró a otras en la orilla con las que compartir recuerdos. Siempre les quedará el río o un ave que las escoja para su nido y vuelta a empezar.

Sin mirar atrás prosiguió su viaje. Lejos queda su casa de la que ya no se acuerda sino cuando llueve y añora sus secos rincones, aunque pensándolo bien la dejó con una gotera. Se la hizo una mañana que se despertó tras una mala noche y no recordaba dónde se había quedado. Cayó y rodó dándose un golpe con una diminuta piedra, de esas que te molestan en el zapato y con zarandear el pie te dejan en paz. Para un caracol puede ser un tropiezo mortal. Entonces no le dio importancia hasta que llegó la lluvia. Ese fue el día en el que se hartó. No era un manitas, precisamente, y enfrentarse a una gotera le superó.

Rigoberto alquila su casa, si sabes de goteras quizá sea una oportunidad para ti… si eres caracol.

82 años Munguía el cartero

82 años de Munguía, el cartero

Quisiera ser tan alto como la luna… ¡Cómo se nos queda en la memoria ese cancionero aprendido cuando éramos niños! Llevan impresos olores y sabores únicos. Nunca nos vuelve a saber nada como entonces, aunque pasen muchos años siempre recordaremos eso. Es curiosa la memoria, caprichosa incluso.

Hoy cumple 82 años un hombre. Un hombre que ha dado su vida por sus hijos. Un hombre de sonrisa fácil, con un chiste o una anécdota siempre lista para contar a quien quiera escuchar. Alguien amable con todos que no entendía las cosas mal hechas. Hijo de posguerra disfrutaba ante un buen plato en la mesa y siempre tenía un hueco para más.

Los años pasan, su vida se hace plena y aunque no se hablaba de crisis, con un sueldo no bastaba para alimentar a la prole. Un trabajo de mañana y otro de tarde. Yo corría a darle un beso cuando llegaba. Él era feliz. Yo era feliz. Sin tiempo para dar más. Los deberes eran cosa mía, ni podía ni sabría cómo ayudarme. Su acceso al colegio se limitaba a lo que podía escuchar a través de la pared de su habitación que daba a la escuela, siempre que no tuviera que ir a trabajar al campo. No era esclavitud, era lo que había. Aún así, aprendió a leer, a escribir y con los años hasta hizo algún curso a través de la radio.

De profesión cartero. Dame una dirección y llegaré. Eso lo aprendí de él. Me enseñó a usar un callejero, a ver un mapa. A no perderme si sabía a dónde tenía que llegar.

Ahora soy yo quien le guía. Los años no perdonan. Nunca fue de pedir ayuda, decir te quiero, o de quejarse. Pero su molido cuerpo hoy sí se queja, aunque su alma sigue siendo joven, quizá por ansia de vivir quizá por no reconocerse ante el espejo. Supongo que siempre nos quedan cosas por hacer y nunca queremos pensar que esto se acaba, todavía no, es pronto…

Hoy, ese hombre al que quiero, cumple 82 años. Felicidades papá.

taller de pintura

Taller de pintura

Era una mañana fría y lluviosa. Caminaba ligera de vuelta a casa cuando llamó mi atención un local social de piedra vista que con la puerta abierta mostraba un taller de pintura.

Una señora de espaldas a la puerta pintaba un cuadro. Ya le quedaba poco para terminarlo, al menos a mis inexpertos ojos. Estaba entregada a su tarea. Otra mujer envuelta en una bata blanca chispeada con el recuerdo de decenas de obras anteriores estaba casi bajo el dintel. Me miró con una mirada interrogante porque me había parado a observarlas. Viéndome descubierta en mi curiosidad la felicité por su hobby alabándole la actividad de entretenimiento. A su obra aún le faltaba bastante, pero se perfilaba un paisaje.

La primera mujer que llamó mi atención se giró entonces acercándose a mí con curiosidad. Sobre su ropa llevaba una bata negra de lunares blancos salpicada también por el uso. Era aún más longeva. No confesó su edad pero sí que pasaba de los 80. Lúcida, alegre. Admirada por su entusiasmo y para dejarme aún más feliz, me contó su agenda de actividades semanal y lo fastidiada que se había quedado cuando por tener la tensión a 19 tuvo que quedarse en casa varios días.

Me contó que el secreto está en que la cabeza se mantenga activa. Si la cabeza dice no, el resto del cuerpo entrará en caída libre en un despropósito continuo. Y lo dice con una sonrisa de quien se sabe descubridora en su vida de mucha sabiduría. Su pequeño pincel con pintura azul se sostenía con firmeza en su delgada mano. Sus ojos tras unas grandes gafas brillaban felices.

No pude más que decirle alabanzas y felicitaciones. Admiración sincera que le trasmití desde el cariño que aquella menuda y amable mujer me despertaba. Su pasión, su entereza, su firme línea de acción. Feliz se despidió de mi y continuó en su obra.

Yo de mayor quiero ser así, aunque por favor no me pongan un pincel en la mano que me bloqueo. Con que el pulso me dé para sostener una cámara está bien. Así, mi amiga Laura y yo nos podremos ir a capturar y mostrar el mundo tal como lo vemos.

el cactus en flor

Cactus

Viajo a un lugar no muy lejano, a una ciudad que siempre me acoge con los brazos abiertos y un cálido lugar donde reposar mis doloridos huesos. La vida me ha resultado larga. Hace frío y eso atormenta más mi cuerpo. Por eso he vuelto aquí. Oí en una canción que al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver. Yo lo he hecho y me alegro de que sea aún mejor de como recordaba. Paseo por sus calles como siempre hice, como un espectador, como alguien ajeno e invisible para el resto. Me hacía gracia pensarlo. Es ridículo, lo sé, pero era divertido. Era más joven y me negaba a dejar de pensar en lo divertido de las cosas.

Miro a la gente cómo van envueltas en un halo de preocupación del que no se liberan. Los veo con tanto peso sobre sus hombros que parecían encorvados incapaces de llevar tan pesada carga e incapaces de sacudirse y correr. Muchas veces yo quise correr y dejar todo atrás; correr tan rápido que ni mi sombra me siguiera. No pude, pero lo intenté. He viajado por el mundo por placer y por trabajo. Vi lugares que no podría haber soñado, pero también creí haber muerto y haber bajado al infierno.

Intenté tantas cosas que a veces creí volverme loco, pero no, la cordura ha sido fiel compañera de vida. Gracias. La rutina no se hizo para mí. Borré esa palabra de mi vocabulario, quizá demasiado tarde. También viví con peso sobre mis hombros, resignado. Ya no más. Como soy viejo piensan que he perdido la cabeza y sin embargo creo que jamás he estado más en mis cabales. Los locos son otros.

Nací en una ciudad sin mar. Tierra adentro, con aire seco y sin gaviotas. Crecí viendo el mar solo unos días al año, cuando podíamos ir a la costa. Me encantaba el mar. Entraba y no quería salir. Fui de esos niños sin profesión futura deseada, no quería ser bombero, médico o maestro. Quería ser feliz y eso no es profesional, pero yo he puesto todo mi empeño por lograrlo. Ahora pienso en ello para saber si por fin lo logré o fracasé.

Cuando fui mayor para volar del hogar familiar me fui a la costa. No más vida en tierra seca. Me traje una maceta de mi abuela con un cactus que echaba una curiosa flor una vez al año. Me la regaló para que recordara que cada vez que floreciera, más me echaría de menos y así volviera alguna vez a casa al verla. Lo hice cada año hasta que falleció.

Como muchas abuelas mimaba a sus nietos. A mí siempre me daba un caramelo a escondidas de mi madre guiñándome un ojo. Los abrazos con más ternura fueron de ella. Yo creo que tenía miedo de romperme porque era un niño menudo. Cuando cocinaba alguno de mis postres favoritos, de esos con mucho chocolate, me guardaba un trozo que devoraba con leche fría. Se me hace la boca agua ahora que mi desdentada boca hace tiempo que no prueba el chocolate; para qué si ya no me sabe a premio.

El cactus sigue conmigo. Siempre que lo he tenido que trasplantar lo hacía con tierra del huerto de ella que me traía en la maleta. Es lo más antiguo que conservo y no sé qué será de él cuando yo falte.

Quizá mi hija cuide del cactus.