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2020 Navidad

366 días. Un año largo

Cuando vemos las campanadas que dan paso a un año nuevo, una sonrisa ilumina nuestra cara por lo que vendrá. Muchos pensamos en lo que nos gustaría para esos 365 días que vienen. Sin embargo, este año 2020 más que traer se lleva.

En marzo se llevó la libertad de movimiento, el trabajo de muchos, la vida de otros. Nos deja temor, separación y las manos bañadas en gel hidroalcohólico. Los meses se suceden y perdemos más y más. El año sigue poniéndonos a prueba.

Ahora el 2020 ha escondido la sonrisa, la sorpresa o el asombro tras una mascarilla. Hay quien queda incomunicado en un mundo sonoro que no es el suyo.  Ahora todo queda en los ojos. ¡Cuánta responsabilidad y qué difícil de interpretar! Nos queda la palabra, cauta y breve, pronunciada dos tonos más alta para entendernos.

Llegó septiembre y yo voy más allá. Yo pienso en Navidad

Nadie se imagina una nochebuena frente a la pantalla del pc brindando con la familia sin compartir más allá que unas palabras. En cada mesa un plato, un entrante, un vino y un postre que nada tiene en común con los otros. No habrá cenas especiales, ni menús acordados, ni copas chocando de lado a lado de la mesa. Chocarán con las pantallas.

Nada de apartar sillones para que los 15 comensales tengan su sitio en el comedor improvisado junto al árbol de cada año.

Lo peor es para los solteros, los viudos y los solitarios hartos de recomponerse, que no dejan ni por Navidad la cena en soledad. Una noche más, ¡qué importa!, mascullarán mientras por dentro sienten un pellizco en el corazón.

2020

Nadie se lo imaginó así, pero vamos camino de una Nochebuena que no será ni de lejos lo que debiera, aunque algunos se alegrarán de no tener que aguantar al cuñado de turno. Y eso para los que aún tengamos la suerte de contarlo.

¿Y ahora, vas a mantener la distancia? Por favor, yo quiero mi Navidad.

corredor

El corredor en la pandemia

Tengo perro, una adorable labradora chocolate como posiblemente sepas ya. Cuando todos eran obligados a permanecer en casa nosotras salíamos a dar un mini paseo. Al principio era raro salir. El mantra de no toques nada, no te toques la cara, lo repetía mientras daba los primeros pasos fuera de casa.

Lo cierto es que en ocasiones no me tropezaba con nadie, no circulaban coches y el silencio se había hecho dueño de la calle. La sensación era una mezcla de miedo por esa soledad, por saber que un virus que mataba tan fácil estaba por ahí suelto. A veces oía hasta el eco de mis pasos. Pero la sensación cambió a culpabilidad porque yo podía salir con Nuala y mi familia con la que hablaba tres veces en semana seguía recluida, o por mis amigos que en pisos de 60 metros cuadrados pasaban los largos días.

Y el sentimiento cambió: no era culpa mía.

Por una vez tener perro era un privilegio que manejado con cuidado nos brindaba oxígeno. Así que salir se convirtió en un gran disfrute. El silencio era un regalo. Las calles limpias un lujo. Ver el sol ponerse tras la montaña disfrutando de sus rayos ahogados por las sinuosas formas todo un placer. Echaba de menos el mar, soy isleña y lo añoro, pero tenía el cielo sobre mi cabeza, pájaros más cerca que de costumbre, tranquilidad absoluta y el regalo del aire limpio. Eran unos pocos minutos, pero estaban llenos de paz.

Y volvió a cambiar. La burbuja en la que se habían convertido las salidas a calle se rompió.

De repente todos eran corredores, ciclistas, zombies que recorrían las calles y nosotras los esquivábamos como en un juego de Super Mario, pero aquí no estaban en juego unas monedas, no, aquí nos jugamos lo más preciado: la salud, incluso la vida. Tocaba un continuo bajar de la acera, cruzar la calle, subir… Así que cambiamos las horas de paseo. Lo más curioso es que, antes de esto, había un corredor habitual y de lejos sus veloces pasos anunciaban su presencia. Nosotras nos hacíamos a un lado por cortesía para no interrumpir su marcha. Es al único que no hemos visto correr.

Las calles vuelven a estar sucias y a la basura habitual sumamos guantes y mascarillas. No, no saldremos siendo mejores de esta. Solo saldremos menos.

La ola

La ola

Como quien está de pie en la orilla del mar y ve una ola, pero piensa: cuando llegue a mí, apenas me rozará los pies, quedándose allí mirando. A pesar de que la ola crecía a medida que se acercaba a él, optó por no moverse firme en su convicción. No creía lo que sus ojos le mostraban.

Y la ola llegó. Por supuesto fue un tsunami que arrasó con todo. Aún se preguntaba cómo había sido posible. El mundo entonces se paró. Solo había agua, mirara por donde mirara.

¿Te suena? Vimos desde nuestros televisores cómo China enfermaba. Día a día el goteo de datos, de contagios, de muertos. Pero era China y eso está lejos. Ilusos. Fue saltando por el mundo y la vecina Italia se sumió en el virus… se hundió como se hunden los pies cuando la ola te alcanza arrastrando toda la arena hasta hacerte perder el equilibrio.

Por supuesto no somos inmunes y los españoles caímos. No sé qué contarán cuando dentro de veinte años algún periodista pregunte aquello de, ¿dónde estabas en marzo de 2020 cuando se decretó el primer estado de alarma de la historia de la democracia? Yo contaría que primero el mundo enloqueció y llenó despensas y lo que no son despensas con cantidades insultantes de comida y de papel higiénico. Luego se escondió en casa; fue obediente a desgana, pero obedeció. Contaría que yo, a veces, encendía una vela, como tantas veces vi hacer a mi madre. No rezo ni la ofrezco a dios alguno, la enciendo porque acompaña. La enciendo porque me acuerdo de los que no están, de los que están dejando de estar llevados por el virus y por los que luchan por quedarse.

Esto pasará, pero no olvidaremos. Lo que no sé es si aprenderemos y aplicaremos de verdad algo útil.