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El cuadro

Nada más empezar el año dije con convicción y en alto: «Este lo hago… El cuadro irá por fin a su lugar». Todo tiene su historia, al menos ese cuadro, sí.

Ya de pequeño apuntaba maneras. Malas maneras. Mi madre quiso llamarme Eduardo porque el manos tijeras la conmovió. Hasta ahí llega mi habilidad y cualquier parecido a su arte con las manos. Soy consciente de mis limitaciones y mi falta de maña, pero aún así me he propuesto colgar un cuadro que compré hace ya dos años. No puede ser tan complicado, es solo cuestión de algo de lectura y visualización de tutoriales, ¿no? Ya me conocen en la tienda de bricolaje y cuando me ven me preguntan qué duda nueva me ha surgido. Son muy amables conmigo, creo que yo soy su propósito para el año.

Mi casa es en cuanto a decoración minimalista, pero más por necesidad que por gusto. Soy asiduo visitante de exposiciones y algunas obras enamoran mi corazón pero luego pienso que no seré capaz de colgarlas y desisto. Suspiro frente a ellas y sigo con la mirada ya perdida por el resto de la sala. Aún así, con esta marina no pude hacerlo.

Siempre me ha gustado cómo mi amiga Mortiz pinta el mar. La luz y la fuerza que escoge para cada una es tan emocionante que sin que lo supiera compré un gran cuadro suyo. Lleva desde entonces detrás del sofá, pero eso se acaba este año. Se acaba hoy. Ya tengo el taladro, la medida, brocas, martillo, alcayatas de varios tamaños, de todo. Nada puede fallar.

Así que aquí estoy, descubriendo que la pared es de pladur. ¡A quién se le ocurre hacer estas paredes huecas y no poner una etiqueta con las instrucciones de uso! Casi me cabe el puño y poco ha faltado para salir por el otro lado. Supongo que la tubería agujereada lo ha impedido. El agua ya me cubre los talones. Por lo menos no estoy a oscuras. ¡Ouch! Vaya… Linterna, de eso no tengo.

Nota: La imagen que ilustra el relato es una obra de Mortiz. ¡Gracias! 

 

 

22 de octubre

22 de octubre

Recuerdo muy bien aquel día: 22 de octubre de 1969, miércoles. Por fin iba a ejercer como maestro. Había dormido poco y estaba nervioso. Me enfrentaba por primera vez a los que iban a ser mis alumnos hasta junio. Reemplazaba a una profesora muy querida que se jubilaba. Así que allí estaba yo, aún solo en el aula; haciéndome con el lugar antes de que llegaran. Hablé en alto y simulé mandar a callar a un grupo de alborotadores. Respiré hondo y tomé un trago de agua que me secó la boca aún más.

Abrí la puerta a la hora en punto y ya tenía a mi primera alumna ansiosa por aprender. La vi entrar en la clase con su uniforme impecable, una pequeña mochila en la mano y dos coletas con los lazos en azul a juego con su jersey. Dándose la vuelta me preguntó si podía elegir dónde sentarse. En un segundo calculé la mejor respuesta así que asentí. De esa forma no tendría que improvisar un sistema de colocación. Ella lo agradeció con una amplia sonrisa y corrió a la tercera fila. Tras Alba, que así se llamaba, llegaron por incesante goteo el resto de los 40 niños. Eran otros tiempos y sí, un solo profesor estaba al frente de tan numeroso grupo. Ahora no se podría, ya no son como entonces.

Eso queda atrás en mi memoria, la de un maestro de la vieja escuela. Hoy me jubilo. Cuatro décadas enseñando, año tras año, a los más variados cursos, con todo tipo de padres. Alumnos maravillosos que llegarían donde quisieran. Grandes dibujantes algunos y buenos redactores otros. Algunos los recuerdo con cariño porque fueron especiales, como Alba.

Hace unos años volvió a entrar la primera en un aula, mochila a la espalda, pero ahora como profesora. Me confesó sus nervios por enfrentarse a un grupo de 20 y le hablé de ese 22 de octubre. Ella sonrió como entonces.

Todo volvía a empezar. Alba me sustituía.

A por el 2018

A por el 2018

Llegó el momento de la felicitación navideña. Para mí es algo más que enviarte buenos deseos. Es dedicarle tiempo a pensarla, redactarla y animarla. Lo hago porque me entusiasman estas fechas. ¡Yo voy a por el 2018!

Se acaba el año y hacemos balance recordando lo vivido. Si tuviera que resumir el año con una palabra sería adiós. Mi padre falleció. No diré que nos dejó porque luchó para no hacerlo mientras tuvo aliento. No, no nos dejó por todo lo que nos dio. Mis recuerdos y momentos con él son míos para siempre.

Un año más vieja o con más experiencia, como quieras verlo, pero un año viva, un año nuevo por delante y más cosas por hacer.

En la felicitación tú verás una bola de nieve en lo que para mí es una muestra de amistad y cariño.

Espero que te guste.

A por el 2018

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el globo terráqueo

El globo terráqueo

La pequeña Lucía jugaba huyendo del aburrimiento con el viejo globo terráqueo de su abuelo. No sé cómo aún se mantenía en su pedestal y era capaz de girar sin salirse del eje. El abuelo siempre decía que no era un objeto para la estantería sino un juguete más. Sus ojos brillaban cuando ella le daba vueltas y lo paraba intentando acertar, al menos en tierra, mientras permanecía con los ojos cerrados. A veces él le pedía que parase el globo en un país concreto. Menuda fiesta hacían entonces. Era la niña de 6 años que más sabía de geografía.

Yo estaba en la cocina haciendo unas galletas para celebrar la semana que había pasado y de repente los oí gritar: ¡México! Carcajadas brotaron de sus gargantas y luego nombraban otros países de la zona. Eran dos chiquillos felices, con una gran diferencia de edad; 80, nada menos, pero a veces no sé quién era más adulto. Cuántas buenas tardes, cuántos recuerdos en torno a ese globo. Quizá con algún año más jugué del mismo modo. Me encantaba verlo girar, descubrir países y mares. Pasar mi dedo por las costas y soñar cómo sería ir allí. Mi padre me contaba historias de lugares remotos, de países al otro lado del mundo.

La lluvia cesó y Lucía vino corriendo a pedirme que la dejara salir con sus botas de agua a pisar charcos. Quería estrenarlas desde su cumpleaños pero no había llovido. Un otoño seco. Asentí con la complicidad del abuelo que también había venido en apoyo de la pequeña. Apenas un minuto después ya se había calzado sus botas azules de agua e intentaba ponerse el abrigo mientras un paraguas hacía equilibrio en su otra mano.

Seguí con mi tarea. Me estaba costando más de lo que pensaba porque no tenía el molde que quería para hacer una galleta especial. Una que llevaría un mensaje muy esperado: en unos meses, Lucía tendría un hermanito.

 

 

las bicicletas son para el verano

Las bicicletas son para el verano

Dicen que ‘las bicicletas son para el verano’ y como ya es otoño pues no sé qué será de mí ahora. Es mi primer año aquí y desconozco qué harán conmigo.

Se acabó el verano pero aún hace calor. Aunque hablan de la eterna primavera y el buen tiempo, los niños ya no juegan como en las vacaciones. Cuando llegué el verano aún ni se soñaba. Mi niña me sacó de paseo. Había muchos colores vibrantes, gente risueña y luces. Fueron días maravillosos. Pasábamos horas en la calle aunque el sol se iba pronto. Parques y paseos, ida y vuelta. Daba igual el viento a favor o en contra. Yo, rápida como el rayo me dejaba llevar por ella. Luego paró. Me dejó aquí, en este balcón. Para mi fue una eternidad, pero por fin vino a por mí. Me dejó brillando y comenzamos lo que sería la época más feliz de mi vida.

Cambiamos de casa y otros niños se unieron a nosotras en locas carreras. Largos paseos hacia el sol como los aventureros. Calle arriba calle abajo en el pueblo. La diversión estaba asegurada. Sin reloj, sin prisa, todo el día juntas.

Pero sí, las bicicletas son para el verano, ahora lo sé. Volvimos a casa y aquí estoy, nuevamente en el balcón, olvidada. Este no es lugar para una bicicleta. Mi sitio está en la calle, me da igual un parque, o a campo través. Lo que me gusta es sentir el viento en los radios, que los pedales hagan dar mil vueltas a las ruedas.

Ella a veces se asoma y me mira añorando otros tiempos, pero cierra y se va. Se sienta con la cabeza entre libros y nada más. Ayer dejaron la puerta abierta por el calor y les oí algo de un trastero. No sé si será divertido o el nombre de otro lugar en el que disfrutar de nuevas aventuras. Mientras tanto aquí aguardo a otro verano.

La escalera de Noelia

La escalera de Noelia

La primera vez que, Javier, el agente inmobiliario me enseñó la casa, eché un vistazo rápido mientras él atendía una llamada. De entrada, todo estaba correcto pero me llamó la atención el que hubiera más puertas que estancias de las anunciadas. Me inquietaba porque una habitación con dos puertas supondría más obras por hacer para cerrar una. Me imaginé las puertas numeradas como en los concursos y tuviera que elegir cuál quería y cual desechaba.

Poco a poco me fue mostrando la vivienda, no era ni muy grande ni pequeña. Tenía el tamaño justo para mi hija, mi gata y yo. Más espacio era más trabajo y no cuento con tiempo extra para dedicarle a una casa, por muy mía que fuera. Al fin me iba a comprar un techo.

Ya habíamos visto todo lo esperado y aún quedaba una puerta por abrir. Tenía llave y pestillo. ¿Pero, por favor, es que hay bestias ahí? ¿Da a un foso? Mi cara debió mostrar mis pensamientos y Javier me dijo riendo: no tengas miedo, es un extra de la casa. Tras la misteriosa puerta se escondía una escalera de madera estrecha y tan empinada que me hizo recordar a la de los barcos. Era fascinante. Allí, encajada entre dos paredes, con una huella minúscula, una contrahuella más alta de lo habitual y sin apenas rellano al subir. La altura a salvar era mucha para tan poco espacio. Ascendimos cuidando de no golpear nuestras cabezas con el saliente del piso superior.

Arriba esperaba lo que imagino fue antaño la azotea. Sus anteriores dueños la habían cerrado dejando un pequeño balcón con vistas al mar. No podía creerlo. Sin dudarlo un segundo le dije: es mía. La quiero. Había tanto por hacer que tardaría algún tiempo en decidir qué pondría en aquel lugar. Para mí era especial, allí escondido y con aquellas vistas. Era como la casa del árbol en la que los niños se reunían para imaginar grandes historias.

La bajada por aquella angosta escalera fue más difícil de lo que esperaba y acabé con los tacones en una mano. Con cuidado y de lado me agarré al pasamanos para no terminar de bruces en el suelo. Era cuestión de práctica, pero lo mejor es que por fin la había encontrado. Ya tengo mi casa.

Se alquila

Se alquila

Rigoberto es un caracol que ha decidido dejar de serlo. Se cansó de ir con la casa a cuestas. La dejó en un ancho muro, cerca de un árbol para cobijarse en los días de calor. Ahora la alquila. No entiende por qué tiene que continuar con la casa a cuestas. Es una pesada carga sobre sus hombros que pesa más cuando no la quieres. Casa para arriba y casa para abajo. Así cada día durante toda su vida.

‘Rigo’ alquila su casa. Es pequeña, sí, pero tiene todo lo necesario y sobretodo unas vistas fantásticas. La casa es estable, bonita e impermeable. Quiere viajar más ligero de equipaje, igual que quien no factura y solo lleva consigo una pequeña mochila para salir pronto a su aventura. Así que se ha hecho un hatillo clásico con tela de cuadros blancos y rojos con algún que otro parche. Con él al hombro se siente imparable.

Siempre ha visto el mundo como su parcela. Ha trepado a los árboles para elegir su camino del siguiente día. Ha cruzado ríos sobre una rama que aburrida de ser una más se soltó de su árbol, precipitándose aprovechando que el río llevaba un buen caudal porque también quería vivir más. Hicieron buenas migas en el viaje, pero al final él siguió su camino y ella encontró a otras en la orilla con las que compartir recuerdos. Siempre les quedará el río o un ave que las escoja para su nido y vuelta a empezar.

Sin mirar atrás prosiguió su viaje. Lejos queda su casa de la que ya no se acuerda sino cuando llueve y añora sus secos rincones, aunque pensándolo bien la dejó con una gotera. Se la hizo una mañana que se despertó tras una mala noche y no recordaba dónde se había quedado. Cayó y rodó dándose un golpe con una diminuta piedra, de esas que te molestan en el zapato y con zarandear el pie te dejan en paz. Para un caracol puede ser un tropiezo mortal. Entonces no le dio importancia hasta que llegó la lluvia. Ese fue el día en el que se hartó. No era un manitas, precisamente, y enfrentarse a una gotera le superó.

Rigoberto alquila su casa, si sabes de goteras quizá sea una oportunidad para ti… si eres caracol.

Te guardé un atardecer

Te guardé un atardecer

Te guardé un atardecer. Todo un Sol que se esconde poniendo fin al día.

Llegué pronto para asegurarme que todo estaba en su sitio; como si el Sol fuese a faltar a su cita. Estábamos él y yo frente al mar. Elegí un buen banco desde el que ver el espectáculo. Probablemente lo puso allí un romántico, un enamorado de las puestas de Sol como yo. Un montón de estrellas aguardaban para el segundo acto.

Se acercaba la hora y tú, impuntual como sueles, no llegabas. Miraba la hora, el móvil, al Sol, pero seguías sin venir. El tiempo no se detiene, La Tierra gira para que el día llegue a otro lugar.

Pero yo sigo solo.

No entiendo dónde puedes estar. Dónde quieres estar si no es aquí, conmigo. El Sol se esconde sin querer hacerlo. Se esconde porque no quiere verme solo, triste. Se ha ido ya. Apenas quedan unos rayos y no has venido.

Creo que mi error fue citarte diciendo ‘tenemos que hablar’. No sé qué pensaste, nada bueno supongo. Te iba a dar la llave de mi casa, la de mi corazón ya la tenías. Cambiaré de cerradura porque esa puerta ya no abre más para ti. Alguna vez que te insinué que vinieras a vivir conmigo esquivabas el tema, pero no creí que huyeras así de mí.

Te guardé un atardecer, un Sol escondido y lo despreciaste. No apareciste. No hubo una llamada con una disculpa. Nada, ni siquiera respondías a mis llamadas, solo colgabas.

Las estrellas lucen perplejas al verme llorar en medio de la calle. Ahora sé que no hay futuro juntos, pero hubiera preferido no enterarme así. Estaba preparado para un ‘todavía no’, un ‘quizá más adelante’, pero no para esto. Hasta un ‘no’ lo habría podido encajar, pero este vacío que me dejas sin tan siquiera hacer la pregunta me mata.

Cada puesta de Sol será amarga, pero cada vez un poco menos. Y así un día tras otro hasta que no recuerde tu ausencia. Un día sé que volveré y el Sol se pondrá para mí sin pena. Las estrellas danzarán felices porque alguien me habrá guardado un atardecer.

Lluvia

Lluvia

Y llegó la lluvia. Imperdonablemente tarde, sin educación, pero estoy contento.

Cumpliendo otra vuelta más al sol he visto mi deseo envuelto en una caja con un gran lazo. Qué ilusión. Me he emocionado al recibirla. Mis manos temblaban mientras despacio abría mi presente. Mil recuerdos han venido a mi mente, supongo que con la edad se atesoran más momentos. Toda la emoción junta me ha empañado la vista y he tenido que parar unos segundos para tomar aire y secar mis ojos.

Mis hijos se rieron de mí cuando las pedí por mi cumpleaños, pero siempre quise tener unas. A ellos se las comprábamos casi todos los años por su tendencia a meterse en todos los charcos. Yo las miraba con el desconsuelo de un niño ante un bote de chucherías, pero no las compraba porque yo no chapoteaba. Ahora que ya tengo de todo, incluida toda una vida a la espalda, lo único que añoro son unas botas de agua. Por fin en mis manos y con la agilidad que mi cuerpo me permite me las calzo. Quiero salir a la calle.

Torpemente me abrigo. Me calo la gorra y salgo. Me miran y ríen como hacía yo cuando sus caritas se iluminaban con la primera bicicleta, con aquella muñeca y sus complementos, el barco pirata… cuánta ilusión vivimos.

Por fin al aire libre y el cielo gris amenaza. No hay grandes charcos pero todo está mojado, alguno encontraré. Camino animado y ligero por mi paseo habitual. Sé que al pie de un viejo laurel de indias, allí donde sus raíces han deformado el suelo, el agua queda atrapada. Chapoteo y río, mi perro extrañado me imita, pero él no tiene botas de agua como yo. Se aparta de mí y se sacude mirándome aún sin entenderlo. Una carcajada explota de mi pecho por la emoción contenida.

Cansado voy a mi banco a sentarme… está empapado. La lluvia no respeta nada. Vuelvo a casa, hoy no me importa. Llevo mis botas de agua.

Querido decepcionado, el amor te espera

Querido decepcionado:

Siento que otro año estés solo por San Valentín. De nada sirvió tu ropa interior roja para dar la bienvenida al año nuevo. Por nada pusiste tu vida en peligro mientras comías las uvas con el pie derecho adelantado y calzando tus mejores zapatos. Y todo mientras tras pedir salud con la primera campanada, pedías amor con la segunda. Pero amor del bueno, del correspondido, del que mariposea en tu estómago cuando la vieras. Amor del de toda la vida, para envejecer a su lado mientras cada vez es más hermosa. Suspiras por ello.

Una vez fuiste dichoso y llegaste a rozar tu deseo, pero se deshizo la magia como humo. Lo ves y ya no lo ves. Apenado has pasado tu luto por el amor que pudo haber sido.

Ahora quieres amar, decir te quiero amor. Lo sé. Te escucho. Veo cómo buscas ese encuentro casual, ese tropiezo fortuito de anuncio que te descubra esos ojos de los que ya estás enamorado.

Puedo decirte que estás cerca de lograrlo, pero te ciega tu sueño y no la ves. Ella a ti tampoco. Ya no sé qué más flechas lanzar. Creo que te clavaré al suelo para que estés allí cuando ella pase y así tenga que verte. Será mi última flecha, espero que esta vez sea la buena.

Atentamente, Cupido.