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La botella siempre medio llena

La botella siempre medio llena

Vivir con dolor, con una sombra que acecha a cada paso. Cuando abres los ojos y tomas conciencia de tu cuerpo temiendo la punzada que marcará el día, pero te levantas cogiendo aire fuerte e incorporas tu molido cuerpo. Agradeces la voluntad, la fuerza y la ilusión por todo lo que tienes, por ser feliz. La limitación no debe ser el freno sino la base para ver el mundo desde ella y saber lo que sí puedes hacer. La botella siempre medio llena. No es fácil, no, no lo es, pero es la mejor forma de respirar y que el aire que llena los pulmones no duela, o que cada latido no sea una prolongación de una condena.

Pasas el día con la consigna de hacer todo lo que te indiquen para que poco a poco mejores y ves comprensión y apoyo en sus ojos. No tiene precio sentirse arropado. Incluso cuando no puedes más y callas, haces por ellos, por no defraudar, por mostrar agradecimiento, por no dejarte vencer que en el fondo es lo fácil. El mundo es de los luchadores. Eres constante y tienes más fuerza de voluntad que otros muchos juntos; no hay otra forma, no necesitas reconocimiento, nadie gana más que tú. Solo tú recibes el premio: el alivio.

Cuando llega la noche nuevamente temes. Primero no poder dormir. Luego despertarte por dolor durante la noche o simplemente que los fantasmas perturben tu descanso. Giras en la cama como la lavadora al centrifugar, solo que tú no sacas nada en claro como ella. Lo mejor es levantarse. Piensas que no durará siempre y te convences. Buscas un pensamiento agradable, un lugar al que evadirte o un momento que te dé paz. Los tuyos vuelven a tu cabeza y por fin sonríes. Una vez más te han salvado sin saberlo.

Vivir con dolor sabe lo que es quien lo ha vivido. Aprendes a ver con otros ojos, a vivir de otra manera, a sentir el sol en la piel con más gratitud. Miras a los demás y te preguntas cuáles serán sus fantasmas. Sabes que con tiempo, los tuyos se disiparán. Otros no tienen esa suerte.

Ortografía

Ortografía

El otro día se me coló una j donde iba g. No podía creerlo. Pasé el resto de la tarde meditando sobre ello. Siempre me ha gustado la ortografía… sé lo que estás pensando, ¡qué rara! Pues sí, y orgullosa de ello; del gusto por la ortografía, no de rara, ¡eh! He tenido la letra muy fea toda la vida pero al menos escribía correctamente. Y más que fea, casi ilegible.

Ahora y cada vez con más frecuencia, dudo y consulto el diccionario. Junto con las linternas, los diccionarios son esos objetos que llamaban mi atención de pequeña y siempre quería tener uno cerca. Recuerdo pasar largos ratos leyendo palabras y sus definiciones. ¡Cuánto se aprende! Pero eso es otra historia.

Así que aquí me veo pensando y caigo en la cuenta de que estamos bombardeados en las redes sociales y servicios de comunicación inmediata por errores sangrantes. Ya no es que se puntúe mal, es que ni se hace. No es que se coman letras, es que se transforman tanto las palabras que a veces hay que leerlas tres o cuatro veces para adivinar qué es. Cada vez estoy más por la labor de dejar de leer cuando veo esos despropósitos lingüísticos. Me hacen daño a los ojos y a mi ortografía. No estoy dispuesta ni a lo uno ni a lo otro. Entiendo un desliz, un descuido; somos humanos. Pero no un adiós a las comas, a los puntos, a las b por v, a las h que aunque frustradas y mudas tienen un lugar como ya sabemos. Me niego a todo eso.

Sacaría un rotulador rojo e iría corrigiendo por ahí todas las faltas que me tropiezo, pero sé que no tendría horas el día para semejante labor.

Ya he puesto en marcha no leer, no dar un me gusta o compartir una publicación garrafalmente escrita. No sé si lo hacen por pereza, porque son gandules o por falta de conocimiento e interés. Y peor aún, no tengo claro qué prefiero pensar, pero al menos no difundiré su escabechina.

Lo siento por los ofendidos, aunque ellos no sientan pena por mis ojos.

Nota en un tablón con una reflexión sobre aquel mono que bajó

Aquel mono que bajó

A veces me planteo si no hubiera sido mejor que aquel mono que bajó del árbol y comenzó a caminar erguido, se hubiera partido una pierna en el intento y hubiera subido al árbol de donde bajó, porque quizá aquel mono no era el animal más racional para evolucionar, o quizá aquel no fuera el momento.

26 de enero 1993

Hace 24 años que ya dudaba de la idoneidad del hombre como especie y aún no había visto ni la mitad. Ahora ya no me lo planteo. Lo sé.

 

nadar

Nadar

Cuántas veces habré oído eso de que nadar es sano, la natación es un deporte completo y cosas similares. Los hay incluso que tratan de convencerte y animarte a que lo practiques hablando de sus beneficios casi inmediatos. Yo arrastrado accedí una vez y aún me dura el olor a cloro en la piel. Por supuesto no volví.

Que la gente, voluntariamente se sumerja en ese líquido con ese olor a químico tan espantoso es algo inexplicable. Ya no es por el ridículo gorro que comprime la cabeza y que hace ese efecto condón sobre nosotros o las gafas. ¡Ay las gafas!, esas que más que ayudarte a ver se empañan y tienen fisuras para ahogar tus ojos. Y a eso suma ese aspecto mosca que te dan. No, eso al final con apretarlas más consigues ganar esa batalla, pero esa bañera gigante de agua química tirando a fría para casi matarte, no, eso es demasiado. De hecho creo que si alguien se disfraza de bacteria y entra seguro que muere.

Pero hay más.

Hay que estirar. Eso dicen los que ves haciendo extraños movimientos retorciendo sus brazos en posturas totalmente antinaturales. Ridículo. Yo creo que lo hacen porque el agua encoge y con el rato que pasan dentro, de no estirar llegará el día que implosionarán consumidos por el cloro que con el tiempo sus células han absorbido.

Y no están esos solos, no, no. Están los que nadan en el mar. Eso es necesidad. El mar como todos sabemos es agua salada, sí, muy bien, pero tiene la particularidad de estar siempre helada. Venga no se hagan los valientes y reconózcanlo. Ya sé que soy de los pocos que entro despacito y arrepintiéndome de la decisión. Los demás vienen al agua y en la primera ola ya están empapados y yo sigo con el agua por las rodillas, como debe ser, poco a poco.

El mar llenito de sal, con esas olas. Si has intentado nadar en él habrás notado que cuando te toca sacar la cabeza para respirar, por esa manía que tenemos, una ola frustra el intento y te llena la boca con sal. Estupendo. Abortar, abortar, y haces el cristo, así te dejas mecer sin esfuerzo, que al fin y al cabo es lo más cómodo en este medio.

No, nadar no es para mí, así que por favor no se ahoguen que ahora trabajo como socorrista y me da una pereza tremenda.

Letra H en busca de sus amigas la c y la a para ir a bailar

La frustración de la H

La h muda, ignorada, ni siquiera cuenta para acentuar. Frustrada esta octava letra de nuestro alfabeto porque alguien decidió que ningún sonido acompañara su presencia. La podemos ver al principio de algunas palabras o escondida en medio de sus compañeras las letras sonoras, pasando por completo desapercibida. Triste está la h. A nadie le importa si va despeinada o si repite el mismo vestido dos días. No se da cuenta de su poder, o me dirán que nunca tuvieron la curiosidad de ser invisibles y entrar donde quisieran sin ser vistos.

La h se frustra al creer ella que no cuenta solo porque no suena y sin embargo eso la hace única. Mira una h.

Qué seríamos sin la escalera del alfabeto. Naufragaríamos cada día entre tanta ‘ola’. El hombre se sentiría desnudo, el huérfano más abandonado y no tendríamos hermosura. Qué haríamos sin ella, la necesitamos para hablar y no ahogarnos solos en nuestras historias, echando mano del humor y al llegar al hogar holgazanear hasta el siguiente día hábil. Ay h, te necesitamos.

A veces para no sentirse tan sola salta a la tercera posición del alfabeto para ver a su amiga la c porque juntas tienen ese peculiar sonido y van en busca de la a para salir a bailar… cha cha cha.