Pasado el tsunami de las navidades volvemos a la normalidad de la vida. Se acabaron las comilonas del fin de los días y el ajetreo en busca del regalo perfecto. Volvemos al orden de la rutina cada uno con su dosis de incertidumbre, caos o sorpresa. Al fin y al cabo eso es la vida.
¿Lo es?
Tenemos todo un año por delante, bisiesto nada menos. Quizá en mente algún propósito, proyecto o idea que llevar a cabo. Yo aún no los tengo del todo claro. Es el problema de tener muchos frentes abiertos; cuesta centrarse. Al menos las prioridades están claras. Sé lo que espero del año, pero como las cosas no vienen solas, sé en qué debo trabajar para lograr mis metas a medida que las concrete.
Seguiré en la cocina haciendo las recetas que me apetezcan. Ya ves lo golosa que soy aunque de verdad que también cocino salado. Las tartas seguirán siendo un objetivo a mejorar porque ahora que les he cogido el punto me tienen enamorada. Tengo una un tanto loca en la cabeza, a ver si logro prepararla a mi gusto. Y si esa no sale, será otra. No pienso parar.
Sin duda, la cámara forma parte de mí ya, y son muchas las veces que pienso, tengo que venir a hacer fotos aquí. Otra cosa es ir y volver a ver lo que me llamó la atención del lugar. A veces es tan solo la luz o el momento. Lo efímero, el instante que tras apenas unos segundos pasa para siempre. Solo si has estado atento lo has visto y con suerte capturado. Esa fotografía me apetece mucho ahora. Si me ves por la calle, sonríe porque estaré en mi salsa y saldrás mejor en la foto.
Y cómo no, seguiré poniendo una palabra tras otra en mis relatos. Tengo varios en el tintero o esbozados en mis libretas. Se me acumulan las palabras, los días, la vida. Tanto por contar.
He oído mucha radio a lo largo de mi vida. Una de las primeras voces fue la del Sr. Gabilondo. Conozco su voz desde que tengo memoria. Todas las mañanas desayunaba con él de fondo en la radio que mi madre encendía desde el alba. No sabía de qué hablaban y perdóneme que le diga que solo deseaba que llegara la conexión territorial de la mano de Mara González, en la que al final, leían un cuento, a veces solo unas líneas o nada, comenzando así un día sin historia.
Agradezco a mi madre, que encendiera la radio cada mañana durante tantos años. Vaya desde aquí mi homenaje a esas voces de las emisoras.
Quizá, sin saberlo, de ahí venga mi pasión por escribir historias cortas, esos breves relatos que apenas necesitan el tiempo de un café para ser leídos. A veces relatos surrealistas, reflexiones, historias de otros, o como hoy, lo que me es más querido: recuerdos.
Quién sabe por qué somos como somos o por qué hacemos lo que hacemos. Sé que crecí con el ver, oír y callar sobre mi espalda cada vez que salíamos de casa. No sé qué tanto podría decir para que esa consigna me persiguiera por años. Quizá por haber callado ese tiempo, mientras observaba y escuchaba, inventaba historias y ahora escribo relatos. Quizá por eso sea una habladora empedernida que hasta le habla a la perra y le va contando lo que que hace, lo que piensa, lo que ve.
Disfruto mostrando el mundo tal y como lo veo, contando las historias de cuanto imagino. ¡Bendita imaginación! Como cuando éramos pequeños y armados con una caja, unas cañas y cuerda nos hacíamos un fuerte. Por la tarde, para disfrutar de su sombra teníamos que sentarnos fuera aunque aún no supiéramos el porqué. Eso nos lo enseñaron un poco más tarde en el colegio. Siempre aprendiendo.
El mundo por mis ojos. El mundo en mis propias palabras. Tanto tiempo, tanto por decir.
Camino como sonámbulo. El desenlace no ha podido ser peor. Tenía la esperanza de que fuera diferente, de que al general tras el inconmensurable esfuerzo realizado se le hubiera olvidado, como a nosotros, el por qué estábamos allí. El alba anunciaba un nuevo día y tras él llegó la aurora. Efímero momento de paz. Todo lo demás era superfluo, ojalá durase más esta sensación. Quizá suene a entelequia pero del otro lado de la montaña nos llegaban señales confusas, puede que por temor a mostrarse débiles. Todos queríamos lo mismo, el inefable sentimiento del fin tras un mes que se me antoja infinito.
El sempiterno dolor que habíamos causado lastraba mi alma, que aunque siendo un peón siempre pensé que podría haberme negado, pero no tuve el valor, no era esa mi misión. Mi resiliencia me ha permitido sobrevivir una vez más, aunque no sé si por mucho tiempo ya. En otra época puede que siguiera en la lucha, fuerte, hábil, pero olvido que todo lo vivido deja huella y pesa. Recuerdo con nostalgia tiempo atrás cuando mi mayor preocupación era controlar la efervescencia de mi juventud. Recuerdo a María, aquella preciosa muchacha de larga melena morena e intensa luminiscencia en el rostro cuando tímida me sonreía. Yo al menos la veía así y ahora en la soledad de mi trinchera no puedo sino añorar el melifluo sonido de su voz cuando al despedirse me dio un ósculo como esperando que sirviera de amuleto y protección.
Triste de mí, la melancolía se adueña de mi ser y lloro. Busco en mis bolsillos un pañuelo con algo de consuelo y sale entre mis dedos su colgante de libélula lapislázuli por serendipia. No puede ser sino compasión de los dioses, en los que a estas alturas ya no creo, pero una epifanía como ahora me obliga a dudar.
Nota: 40 de las más bellas palabras del castellano
A veces me planteo si no hubiera sido mejor que aquel mono que bajó del árbol y comenzó a caminar erguido, se hubiera partido una pierna en el intento y hubiera subido al árbol de donde bajó, porque quizá aquel mono no era el animal más racional para evolucionar, o quizá aquel no fuera el momento.
26 de enero 1993
Hace 24 años que ya dudaba de la idoneidad del hombre como especie y aún no había visto ni la mitad. Ahora ya no me lo planteo. Lo sé.
Fue entonces cuando al fin, cogí un lápiz y unos viejos folios que llevaban tanto tiempo esperando por mí que crujían con cada palabra. Todo llega cuando debe, no antes.
Les conté de historias en lugares que tan lejanos eran que dudo que realmente existieran. Les hablé de gentes tristes que miran al cielo cada día esperando que les cayera el maná; de gentes que no levantan la cabeza del suelo y van y vienen cada día sin nada que esperar, sin ilusión, sin vida realmente. Marionetas huecas que abandonadas esperan que algún día alguien coja su cruceta y les lleve a otro escenario, pero pasan los días, los meses, los años y esa mano poderosa no llega. Y ya son viejos y no hay vuelta, no hay fuerza para levantar la cabeza y ver que ya no tienen ni hilos pero ellos siguen sintiéndose marionetas cuando en realidad son libres pero no saben cómo se hace. Tristes de su realidad seguirán con su rutina de cabezas gachas hasta el fin de sus días.
Escribí entonces de mundos reales, de personas que ríen y lloran, más lo primero que lo segundo. De personas que en su definición de ser, una de sus primeras palabras es feliz. Incrédulos se aferraron a esas historias.
Fue entonces cuando corté mis hilos, levanté la cabeza y vi el sol. El viento me dio por primera vez en la cara. Todo llega. Ahora cuento lo que quiero, lo que me nace, lo que me obligo. Real o no, eso no me importa.
Escribo porque ahora tengo tantas palabras dentro que debo enlazar en frases para hacer hueco a nuevas palabras, a nuevas historias que se me arremolinan y poder plasmarlas en mis nuevos folios. La madeja es grande. Empezaré a tirar del hilo a ver qué sale; espero ser capaz de quitar tantos nudos enquistados después del tiempo en maceración. Siento la tardanza, pero las cosas salen cuando tienen que salir, no antes.
Bienvenidas palabras.