Me llamo Elvira. Siempre he pensado que hay dos tipos de admiradores: los que saben la dificultad de lo que otros hacen porque se han puesto en sus zapatos y los que ni en sueños serán capaces tan siquiera de acercarse a aquello que les fascina.
El segundo caso es el mío, sin duda. Tengo dos pies izquierdos para el baile y hasta diría que uno es más largo que otro. Mi madre, viendo que su pequeña de 6 años daba saltitos por la casa intentando ir de puntillas, me apuntó en ballet. Fue horrible. Ana, la profesora envejeció por mí varios años en tan sólo tres meses, pero no fue hasta la fiesta de navidad cuando ensayando la grupal lo vi claro: no cuadraba un paso en tiempo y me tropezaba con el resto. Creo que Ana rió y aplaudió durante días cuando colgué las zapatillas. Pero no queda ahí la cosa.
Vista la falta de aptitud para el baile, años más tarde, lo intenté en una coral. Eso fue aún peor. Un gato atropellado por un camión de 18 ruedas tiene más tono y armonía que mi voz. En el coro me dieron un triángulo para que lo tocara tres veces, pero me adelantaba unos segundos y lo golpeaba sin ritmo. De la coral fui a un otorrino por si era cuestión de sordera. Mi madre se preocupó porque había observado que me hablaba y yo no me enteraba; pero sencillamente estaba en mi mundo y coloreando cualquier cosa.
Hace poco asistí, de público por supuesto, a un ballet que comienza la danza al son de un coro a capella. Sencillamente espectacular. Tanto orden, tanta armonía en las voces y en los movimientos… fue maravilloso. Luego empezó la orquesta. Me emociono aún al recordarlo y los ojos se me vuelven a empañar.
Con el tiempo y varias decepciones más descubrí que lo mío era pintar. Dame un pincel o unos lápices y crearé un mundo para ti. A eso me dedico ahora en cuerpo y alma. Soy feliz y nadie sufre, así que todos contentos. Estoy en plena faena y si no te importa te dejo que quiero acabar pronto este trabajo.
Agradecimiento a Mina Ortiz por permitirme ilustrar este relato con su trabajo.

Nada más empezar el año dije con convicción y en alto: «Este lo hago… El cuadro irá por fin a su lugar». Todo tiene su historia, al menos ese cuadro, sí.
Ya de pequeño apuntaba maneras. Malas maneras. Mi madre quiso llamarme Eduardo porque el manos tijeras la conmovió. Hasta ahí llega mi habilidad y cualquier parecido a su arte con las manos. Soy consciente de mis limitaciones y mi falta de maña, pero aún así me he propuesto colgar un cuadro que compré hace ya dos años. No puede ser tan complicado, es solo cuestión de algo de lectura y visualización de tutoriales, ¿no? Ya me conocen en la tienda de bricolaje y cuando me ven me preguntan qué duda nueva me ha surgido. Son muy amables conmigo, creo que yo soy su propósito para el año.
Mi casa es en cuanto a decoración minimalista, pero más por necesidad que por gusto. Soy asiduo visitante de exposiciones y algunas obras enamoran mi corazón pero luego pienso que no seré capaz de colgarlas y desisto. Suspiro frente a ellas y sigo con la mirada ya perdida por el resto de la sala. Aún así, con esta marina no pude hacerlo.
Siempre me ha gustado cómo mi amiga Mortiz pinta el mar. La luz y la fuerza que escoge para cada una es tan emocionante que sin que lo supiera compré un gran cuadro suyo. Lleva desde entonces detrás del sofá, pero eso se acaba este año. Se acaba hoy. Ya tengo el taladro, la medida, brocas, martillo, alcayatas de varios tamaños, de todo. Nada puede fallar.
Así que aquí estoy, descubriendo que la pared es de pladur. ¡A quién se le ocurre hacer estas paredes huecas y no poner una etiqueta con las instrucciones de uso! Casi me cabe el puño y poco ha faltado para salir por el otro lado. Supongo que la tubería agujereada lo ha impedido. El agua ya me cubre los talones. Por lo menos no estoy a oscuras. ¡Ouch! Vaya… Linterna, de eso no tengo.
Nota: La imagen que ilustra el relato es una obra de Mortiz. ¡Gracias!
Me despierto como tras una noche de resaca. Recuerdo cosas pero no sé si las soñé o las viví. Este es un lugar extraño. Hay un montón de ojos que miran al infinito, sin prisa. Miradas perdidas, sonrisas felices. Figuras que aguardan quizá un abrazo de alguien que las quiera. Decenas de muñecos repartidos por los rincones, incluso colgados del techo o asidos a las ventanas. Están desde la familia oso, Braulio, Amelie y Gia, la hipopótamo Berta, Merlyn el caballito balancín y hasta un espantapájaros, el Señor Potter. No es posible sentirse solo aquí. Es como un zoológico cosido por arte de magia. Se aprecia mucho mimo en cada puntada. Aguja e hilo al unísono para crearnos.
Tengo vagos recuerdos de mi nacimiento. Primero fui de papel, pero en seguida vi que me darían un cuerpo de verdad, aunque todavía soy solo unos recortes en tela. Veo un chaleco rosa y un precioso reloj de bolsillo que ojalá sean para mí. Necesito mi cuerpo ya, no debería seguir aquí y menos así.
Cerca de mí hay un dedal y una caja de la que brotan hilos, algunos retales de tela y un acerico. Un costurero, claro. Yo sé que soy el conejo blanco, pero aún no me veo completo. Me siento hueco, como si mis brazos y piernas no estuvieran asidos a mí. Veo por aquí cerca unas piernas azules, menudas y que acaban con una punta curvada. Esas no deberían ser las mías. También hay pelo azul, eso no puede ser para mí. Mi panza desinflada está aquí junto a mi cabeza. ¿Seré una criatura del Dr. Frankenstein?
Desde donde estoy ni siquiera veo el árbol. Alicia me estará buscando. Están tardando en acabarme. Miro el reloj y confirmo mis sospechas, ¡ay dios, llego tarde! Tomaré frío el té y quizá ya no quede tarta. La de zanahoria es mi favorita. No sería mi fiesta sin ella. El sombrerero no me perdonará que sea impuntual. Por favor, apresúrate y cóseme, tengo que llegar a mi no cumpleaños.
Aguja e hilo. Historia basada en hechos reales, o casi.