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La radio

La radio

He oído mucha radio a lo largo de mi vida. Una de las primeras voces fue la del Sr. Gabilondo. Conozco su voz desde que tengo memoria. Todas las mañanas desayunaba con él de fondo en la radio que mi madre encendía desde el alba. No sabía de qué hablaban y perdóneme que le diga que solo deseaba que llegara la conexión territorial de la mano de Mara González, en la que al final, leían un cuento, a veces solo unas líneas o nada, comenzando así un día sin historia.

Agradezco a mi madre, que encendiera la radio cada mañana durante tantos años. Vaya desde aquí mi homenaje a esas voces de las emisoras.

Quizá, sin saberlo, de ahí venga mi pasión por escribir historias cortas, esos breves relatos que apenas necesitan el tiempo de un café para ser leídos. A veces relatos surrealistas, reflexiones, historias de otros, o como hoy, lo que me es más querido: recuerdos.

Quién sabe por qué somos como somos o por qué hacemos lo que hacemos. Sé que crecí con el ver, oír y callar sobre mi espalda cada vez que salíamos de casa. No sé qué tanto podría decir para que esa consigna me persiguiera por años. Quizá por haber callado ese tiempo, mientras observaba y escuchaba, inventaba historias y ahora escribo relatos. Quizá por eso sea una habladora empedernida que hasta le habla a la perra y le va contando lo que que hace, lo que piensa, lo que ve.

Disfruto mostrando el mundo tal y como lo veo, contando las historias de cuanto imagino. ¡Bendita imaginación! Como cuando éramos pequeños y armados con una caja, unas cañas y cuerda nos hacíamos un fuerte. Por la tarde, para disfrutar de su sombra teníamos que sentarnos fuera aunque aún no supiéramos el porqué. Eso nos lo enseñaron un poco más tarde en el colegio. Siempre aprendiendo.

El mundo por mis ojos. El mundo en mis propias palabras. Tanto tiempo, tanto por decir.

el timbre de mi casa

El timbre de mi casa

Estimado señor que toca el timbre de mi casa:

Sé que tiene usted que ganarse el sueldo y que le exigen mucho, cada vez más, por conseguir ese cliente que aún no recibe factura de su empresa. Dos veces al día, tres días seguidos. ¿Tan codiciado soy como cliente? Ninguna empresa me mima cuando me tienen en sus listas…

Al final, lo encontré en la calle a la entrada del edificio, posiblemente llamando otra vez a mi casa y le pedí que no insistiera más, que se lo dijera a su jefe, que ya estaba bien.

Me da igual si es usted de una compañía de gas, electricidad, telefonía, fibra, libros de cocina, agua… lo que sea, me da igual. También están los que venden aguacates o naranjas. No se preocupe de mi ahorro o de la velocidad a la que va mi Internet.

No me interesa.

Puede irse por donde ha venido y no molestarme. No voy a abrir la puerta. Sé que posiblemente me escuche al otro lado de la puerta porque ya no me molesto en ser silencioso y mi perro no es nada sigiloso.

También están los que se preocupan de mi alma, y una mañana de sábado hacen sonar el telefonillo para soltar una retahíla sobre una invitación a no sé qué celebración por la muerte de su señor. Le acompaño en el sentimiento pero no entiendo que venga a mi casa por ello. No nos conocemos y una invitación al tanatorio pues queda raro.

¿Y qué me dicen de los repartidores de publicidad? Tengo la sensación de que algo les marca mi casa. ¿Alguna vez los han sufrido un sábado a las 8 de la mañana o incluso antes? Esos dedos que seleccionan al azar un piso al que llamar, sin duda los carga el diablo, ese jefe inconsciente y desconsiderado que envía las hordas para que empapelen los buzones; y siempre a mí.

Así que por favor, pase de largo y tenga un buen día.

PD: si es señora, también se le aplica.

Elvira

Elvira

Me llamo Elvira. Siempre he pensado que hay dos tipos de admiradores: los que saben la dificultad de lo que otros hacen porque se han puesto en sus zapatos y los que ni en sueños serán capaces tan siquiera de acercarse a aquello que les fascina.

El segundo caso es el mío, sin duda. Tengo dos pies izquierdos para el baile y hasta diría que uno es más largo que otro. Mi madre, viendo que su pequeña de 6 años daba saltitos por la casa intentando ir de puntillas, me apuntó en ballet. Fue horrible. Ana, la profesora envejeció por mí varios años en tan sólo tres meses, pero no fue hasta la fiesta de navidad cuando ensayando la grupal lo vi claro: no cuadraba un paso en tiempo y me tropezaba con el resto. Creo que Ana rió y aplaudió durante días cuando colgué las zapatillas. Pero no queda ahí la cosa.

Vista la falta de aptitud para el baile, años más tarde, lo intenté en una coral. Eso fue aún peor. Un gato atropellado por un camión de 18 ruedas tiene más tono y armonía que mi voz. En el coro me dieron un triángulo para que lo tocara tres veces, pero me adelantaba unos segundos y lo golpeaba sin ritmo. De la coral fui a un otorrino por si era cuestión de sordera. Mi madre se preocupó porque había observado que me hablaba y yo no me enteraba; pero sencillamente estaba en mi mundo y coloreando cualquier cosa.

Hace poco asistí, de público por supuesto, a un ballet que comienza la danza al son de un coro a capella. Sencillamente espectacular. Tanto orden, tanta armonía en las voces y en los movimientos… fue maravilloso. Luego empezó la orquesta. Me emociono aún al recordarlo y los ojos se me vuelven a empañar.

Con el tiempo y varias decepciones más descubrí que lo mío era pintar. Dame un pincel o unos lápices y crearé un mundo para ti. A eso me dedico ahora en cuerpo y alma. Soy feliz y nadie sufre, así que todos contentos. Estoy en plena faena y si no te importa te dejo que quiero acabar pronto este trabajo.

Agradecimiento a Mina Ortiz por permitirme ilustrar este relato con su trabajo.

Elvira

22 de octubre

22 de octubre

Recuerdo muy bien aquel día: 22 de octubre de 1969, miércoles. Por fin iba a ejercer como maestro. Había dormido poco y estaba nervioso. Me enfrentaba por primera vez a los que iban a ser mis alumnos hasta junio. Reemplazaba a una profesora muy querida que se jubilaba. Así que allí estaba yo, aún solo en el aula; haciéndome con el lugar antes de que llegaran. Hablé en alto y simulé mandar a callar a un grupo de alborotadores. Respiré hondo y tomé un trago de agua que me secó la boca aún más.

Abrí la puerta a la hora en punto y ya tenía a mi primera alumna ansiosa por aprender. La vi entrar en la clase con su uniforme impecable, una pequeña mochila en la mano y dos coletas con los lazos en azul a juego con su jersey. Dándose la vuelta me preguntó si podía elegir dónde sentarse. En un segundo calculé la mejor respuesta así que asentí. De esa forma no tendría que improvisar un sistema de colocación. Ella lo agradeció con una amplia sonrisa y corrió a la tercera fila. Tras Alba, que así se llamaba, llegaron por incesante goteo el resto de los 40 niños. Eran otros tiempos y sí, un solo profesor estaba al frente de tan numeroso grupo. Ahora no se podría, ya no son como entonces.

Eso queda atrás en mi memoria, la de un maestro de la vieja escuela. Hoy me jubilo. Cuatro décadas enseñando, año tras año, a los más variados cursos, con todo tipo de padres. Alumnos maravillosos que llegarían donde quisieran. Grandes dibujantes algunos y buenos redactores otros. Algunos los recuerdo con cariño porque fueron especiales, como Alba.

Hace unos años volvió a entrar la primera en un aula, mochila a la espalda, pero ahora como profesora. Me confesó sus nervios por enfrentarse a un grupo de 20 y le hablé de ese 22 de octubre. Ella sonrió como entonces.

Todo volvía a empezar. Alba me sustituía.

el arte de quemar el agua

El arte de quemar el agua

Tras años intentando cocinar una receta perfecta, tiró la toalla ante un nuevo fracaso. Estaba claro que esta habilidad no se transmitía genéticamente. No entendía cómo su abuela tenía el arte de poner en un plato cualquier cosa sin que le costase esfuerzo o quebradero alguno de cabeza. Era como si estuviese imbuida de toda la sabiduría del mundo culinario.

Su padre también era así. Podías darle los ingredientes o pedirle algo y buscaba la manera para que tu paladar quedara encantado. Su plato favorito eran los pimientos rellenos de bacalao. Aún siendo laboriosos podía prepararlos en cualquier momento para satisfacer su capricho.

Así que ahora estaba él. Se había criado entre fogones, siempre observando y admirando a sus mayores. Preguntando y metiendo la nariz en calderos, fascinado ante la magia que cada día tenía lugar ante sus ojos. Era capaz de identificar todo lo que llevara el plato con solo olerlo. Sin embargo no era capaz ni tan siquiera de replicar una receta. Su madre le decía que tenía el arte de quemar el agua.

Descontento, decidió estudiar y descubrir los entresijos. Escuelas de cocina variadas y reconocidos cocineros que conocían y admiraban a su abuela, le abrieron sus cocinas para que él aprendiera y fuera capaz de ofrecer un estilo propio. Se sentía como un espía intentando averiguar el secreto, pero estaba al descubierto ya que todos querían enseñarle con gratitud al nieto de quien tanto les enseñó. Pensaban incluso que sería un reto más años después de haber salido de su cocina. Con ella todo podía ser, por lo que colaboraban con gusto.

Con el tiempo, no mucho, descubrían el poco talento del muchacho. Cada vez le asignaban más tareas apartado de los fogones y pasó a sala.

Ya resignado y pensando qué hacer fuera del restaurante, le pidieron ayuda para ir a la bodega. Su tío se cuidaba de que respetaran ese espacio y solo en contadas ocasiones permitía el acceso a alguien. Así que con curiosidad y respeto, entró en silencio en aquel sagrado lugar. Al entrar sintió un escalofrío. Era un lugar fresco, de luz suave, lleno de botellas en perfecto orden que le fascinó. Su nariz emocionada se estremecía. Abrieron una botella que estalló en decenas de fragancias y puso una palabra a cada una para describirla. Lloró. Su tío le dio copia de la llave sonriendo, había encontrado su lugar.

Pinta con la aguja

Pinta con la aguja

Cose y cose. Pinta con la aguja diminutos puntos que uno tras otro logran vida. Con aguja e hilo, retales de telas varias, de orígenes tan dispares pero que acaban uniéndose por arte de magia para crear un solo ser. Es más que simple patchwork, son criaturas que al final de un laborioso proceso parecen querer hablar.

Con mimo, Natalia elige las telas, combinando colores y estampados. Siguiendo un patrón que la enamore, paso a paso, punto a punto. No hay prisa, todo lleva su tiempo. Todo bien cosido porque al rellenarlos, las costuras podrían ceder si se hace sin paciencia. Pieza tras pieza, cosidas con la aguja más pequeña que he visto, se ensamblan unas a otras y va surgiendo la magia. El cuerpo va tomando forma, va cobrando vida.

Vendrán luego los detalles. Unos botones salidos de una caja que los atesora por años a la espera del momento de ser usados. Unas florecillas bordadas con esmero, con cariño, con atención milimétrica; todas juntas, todas iguales. Bolsillos en los que apenas entra un céntimo, pero aún así llevan un inmaculado ribete.

Y por fin la cara. Pintada, bordada o cosida, con la expresión imaginada… por el muñeco. Los hay soñadores, melancólicos, alegres, pensativos, coquetos, tímidos… Todos nacen con nombre, con personalidad, con alma. Son algo más que un muñeco.

Natalia pinta con la aguja. Ya están listos para irse contigo. ¿A quién te vas a llevar?

Nota: Del 6 al 8 de octubre 2017, en La Vega de San Mateo, Gran Canaria. Stand Nonna Rosa.

Cruces

Cruces

La familia Ferrol era rica. Una fortuna amasada con trabajo, salud y suerte. Una gran propiedad albergaba su lujosa mansión asentada en medio de cuidados jardines. Tenía además una hermosa capilla y junto a ella un cementerio. Todos los miembros de la familia habían sido enterrados allí. Labradas cruces de hierro, en honor al tatarabuelo que hizo fortuna con su herrería, nombraban al miembro que yacía en el lugar marcado. Hermosas cruces réplicas de la que otrora forjara el propio Vicente Ferrol para su querido padre. Eran otros tiempos y pasó de ‘Vicente, el herrero’ a ‘Don Vicente, el terrateniente’; dueño, no solo, de buenos cultivos, sino de espléndidas propiedades, y por supuesto, la herrería. Tuvo el oficio apropiado en el momento justo y supo prosperar.

Además de las propias, los Ferrol fabricaron y cedieron varias decenas de cruces para aquellos que murieron sin nombre, o sin nadie que les llorara cuando expiraron. Eran unas cruces sencillas pero para quien muere pobre, eran más de lo que en vida pudieron pagarse. Así al menos tenían la suerte de que, en las afueras de la ciudad donde se les daba sepultura, alguien se ocupara de colocarles una cruz prestada para que dios no se olvide de ellos también muertos, y por lo menos los dejen descansar en paz.

Pero el tiempo pasó y no trajo nada bueno para los Ferrol. La fortuna se fue desvaneciendo en manos de los descendientes. Fueron perdiendo sus riquezas y el dinero hasta que al final todo fue vendido. Hasta los muertos junto a la capilla fueron desalojados. Solo les quedaba el cementerio de los sin nombre y allí los llevaron. Las cruces oxidadas por el salitre se amontonan contra la pared tras varias reformas. Ahora todos juntos en una gran fosa continúan su sueño eterno.

Volar, volar libres

Volar, volar libres

Caminaba tranquilo por el sendero marcado. Sabía que no debía salir de él pero estaba tentado. Con mi cuaderno de notas iba registrando las aves de la zona y ellas no entienden de senderos. Volar, volar libres; de eso sí que saben. Desde pequeño me gustaba verlas y con el tiempo aprendí a buscarlas, a esperarlas. Ahora necesito encontrarlas y por eso estoy aquí. Es una zona tranquila, llena de vegetación y con buenos rincones para que aniden. Se han acostumbrado a ver gente y eso facilita mi labor. Son menos esquivas, algo más curiosas y sociables a su modo. A mí me basta así.

Apenas llevo una hora y ya tengo registradas varias zonas con nidos. Es fantástico. Pronto los polluelos romperán el cascarón y tendré muchas oportunidades de capturar el instante, al fin y al cabo, una imagen vale más que mil palabras, ¿no? Bueno, ya sé que todo no se puede fotografiar, pero verlos es indescriptible para mí.

Fui un niño de ciudad, pero de ciudad pequeña. Con poco que te alejaras ya estabas en plena naturaleza, y a veces hasta por mi calle se podían ver golondrinas. Me encantaba verlas volar, tan veloces con sus piruetas. Mientras, en mi cabeza repetía a Bécquer con sus versos de balcones, nidos y oscuras aves. Era mi poema favorito en la escuela. La profesora me puso un diez por mi dibujo recreándolo. Creo que ahí ya dejé el tonteo y me enamoré, de las aves claro.

Así que aquí estoy, de mi pasión hice profesión. Siempre mirando al cielo, pero no arriba del todo sino un poco más abajo, por las copas de los árboles, entre las ramas. Pero hoy la naturaleza me sorprendió. El agua no solo da vida sino que a veces se alía con el sol y nos da color. Un intenso arco iris iba y venía al ritmo del aspersor. Brillan los colores y por una vez estoy donde nace y acaba el arco iris, todo a la vez. Pero no hay oro, o quizá el premio sea poder disfrutar de este instante, de la belleza efímera y casual que se nos brinda. ¿Acaso es que debe valer dinero para ser un tesoro?

El aspersor paró y el arco iris desapareció. Rota mi burbuja, sigo mi camino buscando algunas aves más.

Faro

Faro

Él me dijo: seré tu faro. La luz que te guíe en el regreso. Aprende a reconocerme y nunca te perderás. Enclavado en lo alto de la colina, al pie de un acantilado, con la mejor vista del mar. Ya quisiera para mí semejantes vistas y no la pared olvidada del pintor a la que da mi casa. Antes al menos no había nada, un espacio vacío que con el tiempo llenaron aprovechando hasta el último rincón quitándome el aire que por derecho me corresponde. Un edificio de seis plantas ahoga mi casa.

Al menos ahora tengo un vecino que escucha jazz no muy alto, pero lo escucho y he descubierto cómo viajar por medio de su música. Nunca suena más tarde de las 10. Cualquier día le pido que me invite para escucharlo juntos, pero aún no tengo certeza de quién será y claro, no me atrevo a ir espiando por las puertas. No quiero ser el vecino loco.

Envidio al faro que así se alzaba y que además conoce a su vecino, el mar. Aire fresco todo el día en su cara. No le envidio la sal, pero dicen que no se puede tener todo. Yo tengo un barco, es pequeño pero no necesito más que el faro que me guía, del que mi abuelo me contaba historias. Recuerdo el día en que le cambiaron la luz y pasó a ser eléctrica. Al principio se quejó porque los cambios nos suelen desconcertar y no los queremos, pero con el tiempo se acostumbró. Se alegraba porque la luz llegaba más lejos o eso le parecía. Con los años veía menos, se movía con torpeza y ya no le dejaron salir solo. Alguna vez sé que es escapaba aunque fuera a la orilla de su mar porque no podía vivir sin sentirlo.

Ahora le llevo a pasear cuando el sol calienta la mañana. El faro, su faro ahí sigue, firme aunque con algún desconchón que no hace sino evidenciar el paso del tiempo y el abandono de aquella figura del farero.

Aguja e hilo

Aguja e hilo

Me despierto como tras una noche de resaca. Recuerdo cosas pero no sé si las soñé o las viví. Este es un lugar extraño. Hay un montón de ojos que miran al infinito, sin prisa. Miradas perdidas, sonrisas felices. Figuras que aguardan quizá un abrazo de alguien que las quiera. Decenas de muñecos repartidos por los rincones, incluso colgados del techo o asidos a las ventanas. Están desde la familia oso, Braulio, Amelie y Gia, la hipopótamo Berta, Merlyn el caballito balancín y hasta un espantapájaros, el Señor Potter. No es posible sentirse solo aquí. Es como un zoológico cosido por arte de magia. Se aprecia mucho mimo en cada puntada. Aguja e hilo al unísono para crearnos.

Tengo vagos recuerdos de mi nacimiento. Primero fui de papel, pero en seguida vi que me darían un cuerpo de verdad, aunque todavía soy solo unos recortes en tela. Veo un chaleco rosa y un precioso reloj de bolsillo que ojalá sean para mí. Necesito mi cuerpo ya, no debería seguir aquí y menos así.

Cerca de mí hay un dedal y una caja de la que brotan hilos, algunos retales de tela y un acerico. Un costurero, claro. Yo sé que soy el conejo blanco, pero aún no me veo completo. Me siento hueco, como si mis brazos y piernas no estuvieran asidos a mí. Veo por aquí cerca unas piernas azules, menudas y que acaban con una punta curvada. Esas no deberían ser las mías. También hay pelo azul, eso no puede ser para mí. Mi panza desinflada está aquí junto a mi cabeza. ¿Seré una criatura del Dr. Frankenstein?

Desde donde estoy ni siquiera veo el árbol. Alicia me estará buscando. Están tardando en acabarme. Miro el reloj y confirmo mis sospechas, ¡ay dios, llego tarde! Tomaré frío el té y quizá ya no quede tarta. La de zanahoria es mi favorita. No sería mi fiesta sin ella. El sombrerero no me perdonará que sea impuntual. Por favor, apresúrate y cóseme, tengo que llegar a mi no cumpleaños.

Aguja e hilo. Historia basada en hechos reales, o casi.