Archivo

No lo recuerdo

No lo recuerdo

Perdona, es posible que cada vez que te vea pregunte tu nombre por lo menos dos veces, pero no lo recuerdo. Tampoco sé que hago aquí ni cómo llegué. La memoria me es esquiva y caprichosa. Sé que ayer tomé pastel, pero también que puede que no fuera ayer sino hace días o semanas. Es difícil concentrarse cuando todo lo que viene a tu mente flota difuso en la línea temporal. Es difícil vivir cuando no sabes si lo que precisas estará ahí en el momento adecuado porque no lo recordarás. Por eso preguntaré tu nombre mientras intente hacerme con esta mente descontrolada.

Posiblemente cuando ya no me importe dejaré de hacerlo. Quizá no recuerde que debería saberlo, o al menos intentarlo. Entonces ya no creo que vuelva más a ser yo y te miraré sin saber quién eres ni qué quieres de mi. Dicen que recuerdas tu infancia con más claridad que el ahora, cosas sueltas que acuden por la presencia de un olor o un sonido muy anclado en la memoria. Los olores tienen ese poder. Siempre que hacía magdalenas su olor me transportaba a la cocina de mi abuela. Una mujer grande a pesar de todos los años que llevaba encima, de tantos hijos paridos, de tantos hijos perdidos. Siempre con una sonrisa cuando preparaba aquellas deliciosas magdalenas. Era como si a ella ese olor la llevara a un momento feliz y se ausentara de su dolor.

Ahora llevo una nota arrugada en el bolsillo con mi nombre y dirección, el número del móvil de mi hija y un aviso de alergia a los antibióticos. Ya me he perdido varias veces y me han tenido que ayudar a volver. No recuerdo quiénes fueron, pero se lo agradezco. En el colegio llevaba una etiqueta cosida en el jersey azul del uniforme. Mi madre se acostumbró a poner etiquetas en mis cosas. Vuelvo a ser un niño.

Por la noche, ya en la cama, cuando elijo un pensamiento para dormir pienso que quizá por la mañana no recuerde que debo despertar y así todo termine. No sé si hoy lo hice o si ya voy de camino a ese más allá que nos prometieron a los que quisimos creerlo.

  • Perdone, no recuerdo su nombre.
  • Es que no nos conocemos, pero sé que me esperaba.
  • Gracias por venir.
Su piano

Su piano

Hubo un tiempo en el que la dulce Beatriz le dedicaba al menos una hora cada tarde. El resto, casi ni lo miraban, pero a él no le importaba porque solo esperaba a Beatriz. Él se sentía su piano, solo de ella.

Cuando empezó era tan pequeña que sus pies colgaban del banco, pero aún así era capaz de conseguir algunas melodías que le hicieran vibrar. Su profesora no tenía que enfadarse con ella ni marcarle trabajo para la próxima clase porque ella haría mucho más.

Esa niña aplicada y apasionada por la música creció. Poco a poco la fue dejando a un lado y con ella el piano. Cuando estaba triste se sentaba en el mismo banco que antaño; sus pies ya llegaban a los pedales con holgura. Tocaba entonces canciones tristes.

Con el tiempo el piano llegó a molestar en la casa. Beatriz se había marchado a estudiar al extranjero y no volvía sino unos días para Navidad. La familia se deshizo de él y vagó por varios locales de música en directo, sonando ahora con otros acordes. Descubrió un nuevo mundo. Un mundo que tenía los días contados.

Acabó enmudecido, en un rincón, olvidado. Habían intentado hacerle recuperar su buena cara para que llenara aquel espacio. Un piano como él y solo era objeto de decoración. Se olvidó de cómo sonaba. Sus recuerdos de mejores tiempos se habían desdibujado hasta parecer un sueño. Le quedaban marcas de algún vaso que alguien dejó mientras acariciaba sus teclas y el hielo se derretía por el calor del local. Algún cigarrillo había llegado a su fin contra su madera negra ahora desgastada. Solo servía ya para acumular polvo.

No supo más de Beatriz pero la recordaba y le quedaba la esperanza de volver a sentir sus manos, de volver a ser su piano.

82 años Munguía el cartero

82 años de Munguía, el cartero

Quisiera ser tan alto como la luna… ¡Cómo se nos queda en la memoria ese cancionero aprendido cuando éramos niños! Llevan impresos olores y sabores únicos. Nunca nos vuelve a saber nada como entonces, aunque pasen muchos años siempre recordaremos eso. Es curiosa la memoria, caprichosa incluso.

Hoy cumple 82 años un hombre. Un hombre que ha dado su vida por sus hijos. Un hombre de sonrisa fácil, con un chiste o una anécdota siempre lista para contar a quien quiera escuchar. Alguien amable con todos que no entendía las cosas mal hechas. Hijo de posguerra disfrutaba ante un buen plato en la mesa y siempre tenía un hueco para más.

Los años pasan, su vida se hace plena y aunque no se hablaba de crisis, con un sueldo no bastaba para alimentar a la prole. Un trabajo de mañana y otro de tarde. Yo corría a darle un beso cuando llegaba. Él era feliz. Yo era feliz. Sin tiempo para dar más. Los deberes eran cosa mía, ni podía ni sabría cómo ayudarme. Su acceso al colegio se limitaba a lo que podía escuchar a través de la pared de su habitación que daba a la escuela, siempre que no tuviera que ir a trabajar al campo. No era esclavitud, era lo que había. Aún así, aprendió a leer, a escribir y con los años hasta hizo algún curso a través de la radio.

De profesión cartero. Dame una dirección y llegaré. Eso lo aprendí de él. Me enseñó a usar un callejero, a ver un mapa. A no perderme si sabía a dónde tenía que llegar.

Ahora soy yo quien le guía. Los años no perdonan. Nunca fue de pedir ayuda, decir te quiero, o de quejarse. Pero su molido cuerpo hoy sí se queja, aunque su alma sigue siendo joven, quizá por ansia de vivir quizá por no reconocerse ante el espejo. Supongo que siempre nos quedan cosas por hacer y nunca queremos pensar que esto se acaba, todavía no, es pronto…

Hoy, ese hombre al que quiero, cumple 82 años. Felicidades papá.

Fin de año

Fin de año

Se acaba otro año. De fondo, el árbol de Navidad nos acompaña y me ilusiona igual que cuando era pequeña. Adoro la noche de fin de año desde que tengo recuerdos. 2016 se despide al tiempo que 2017 asoma la nariz curioso por ver cómo le recibimos. Por mi parte puede estar tranquilo porque siempre les espero con los brazos abiertos, pero mejor que no vea lo que le hago al que se va por si se arrepiente y no viene.

Al principio están los cacareados propósitos de año nuevo, que muchos se plantean más por imposición que por intención. No sé tú pero para mí es cansino ya. Para el 2016 me planteé proyectos y lo mejor es que los he cumplido. Estoy tan contenta que ya estoy pensando en nuevos retos para el próximo.

En realidad no deberíamos esperar a que llegue un año para proponernos metas, ni poner el veloz paso del tiempo como excusa para no empezar algo. No todo está en nuestra mano pero hay mucho que sí; tenemos que ser conscientes y actuar. Mañana es otro día perdido si no hemos empezado hoy.

Tocan también los balances, pasar páginas de la agenda revisando hechos o echar la vista atrás recordando momentos, añorando al que no está. Es entonces cuando recuerdo el ritual del calendario que ya es tradición familiar y voy corriendo a por él para que no se me quede atrás. Tras las campanadas y los achuchones llega su momento: eliges el mes que más rabia te da y lo lanzas por la ventana en añicos. Es mi serpentina particular. Al final cae todo el año, pero el primero, ¡ah! ese va con auténtica rabia. No es por suerte, es por justicia.

Elige y disfruta del 2017 logrando tu nuevo reto. Feliz Nochevieja.

el cactus en flor

Cactus

Viajo a un lugar no muy lejano, a una ciudad que siempre me acoge con los brazos abiertos y un cálido lugar donde reposar mis doloridos huesos. La vida me ha resultado larga. Hace frío y eso atormenta más mi cuerpo. Por eso he vuelto aquí. Oí en una canción que al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver. Yo lo he hecho y me alegro de que sea aún mejor de como recordaba. Paseo por sus calles como siempre hice, como un espectador, como alguien ajeno e invisible para el resto. Me hacía gracia pensarlo. Es ridículo, lo sé, pero era divertido. Era más joven y me negaba a dejar de pensar en lo divertido de las cosas.

Miro a la gente cómo van envueltas en un halo de preocupación del que no se liberan. Los veo con tanto peso sobre sus hombros que parecían encorvados incapaces de llevar tan pesada carga e incapaces de sacudirse y correr. Muchas veces yo quise correr y dejar todo atrás; correr tan rápido que ni mi sombra me siguiera. No pude, pero lo intenté. He viajado por el mundo por placer y por trabajo. Vi lugares que no podría haber soñado, pero también creí haber muerto y haber bajado al infierno.

Intenté tantas cosas que a veces creí volverme loco, pero no, la cordura ha sido fiel compañera de vida. Gracias. La rutina no se hizo para mí. Borré esa palabra de mi vocabulario, quizá demasiado tarde. También viví con peso sobre mis hombros, resignado. Ya no más. Como soy viejo piensan que he perdido la cabeza y sin embargo creo que jamás he estado más en mis cabales. Los locos son otros.

Nací en una ciudad sin mar. Tierra adentro, con aire seco y sin gaviotas. Crecí viendo el mar solo unos días al año, cuando podíamos ir a la costa. Me encantaba el mar. Entraba y no quería salir. Fui de esos niños sin profesión futura deseada, no quería ser bombero, médico o maestro. Quería ser feliz y eso no es profesional, pero yo he puesto todo mi empeño por lograrlo. Ahora pienso en ello para saber si por fin lo logré o fracasé.

Cuando fui mayor para volar del hogar familiar me fui a la costa. No más vida en tierra seca. Me traje una maceta de mi abuela con un cactus que echaba una curiosa flor una vez al año. Me la regaló para que recordara que cada vez que floreciera, más me echaría de menos y así volviera alguna vez a casa al verla. Lo hice cada año hasta que falleció.

Como muchas abuelas mimaba a sus nietos. A mí siempre me daba un caramelo a escondidas de mi madre guiñándome un ojo. Los abrazos con más ternura fueron de ella. Yo creo que tenía miedo de romperme porque era un niño menudo. Cuando cocinaba alguno de mis postres favoritos, de esos con mucho chocolate, me guardaba un trozo que devoraba con leche fría. Se me hace la boca agua ahora que mi desdentada boca hace tiempo que no prueba el chocolate; para qué si ya no me sabe a premio.

El cactus sigue conmigo. Siempre que lo he tenido que trasplantar lo hacía con tierra del huerto de ella que me traía en la maleta. Es lo más antiguo que conservo y no sé qué será de él cuando yo falte.

Quizá mi hija cuide del cactus.