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monstruos

Monstruos

De noche todo son monstruos. Algunos nuevos surgen de las sombras. Otros, los habituales, que escondíamos debajo de la cama y por supuesto los que prefieren el cobijo del armario. Nada he visto tan paciente como ellos. Aguardan el momento de pillar a su víctima desprevenida, con la guardia baja, en un día sin energía. Es entonces cuando se lanzan. Ni los ves venir. Te asaltan quitándote el aire y la luz. Nunca van solos. Juntos se saben más fuertes, más grandes.

De noche todo son monstruos. Y el tiempo es cómplice. Se ralentiza, a veces hasta se detiene como si tras las agujas del reloj aguardasen y necesitaran su adormilamiento para salir.

Todos los monstruos aguardan esa noche de desvelo. Esperan por un mal día, una mala semana. Es entonces cuando el sueño no llega en hora y, ¡zas! Caen sobre ti todos los miedos, todo lo que no has logrado, lo perdido, lo que dejaste de hacer, lo que no puedes conseguir, lo que necesitas y no llegas. Te falta el aire.

Por fin, cuando duermes te das cuenta que ya sueñas y que se han colado. Te sacudes y no despiertas, gritas y no te sale la voz. Corres pero tus pies están anclados al suelo. Algo te toca, ‘no no’, farfullas… Una mano de zarandea, te asustas, sientes el sudor cayendo por la cara y cuando vas a romper en un grito reconoces una voz familiar que te dice: ‘ya está, ya pasó, es una pesadilla’… al menos en parte.

Abres los ojos y todo se disipa. Aún tiemblan tus músculos y ahogas el llanto angustioso. Una lágrima escapa por tu lagrimal. Respiras, coges aire y lo sueltas entrecortado, aún tienes miedo. Es entonces cuando piensas: me hago mayor para ver películas de miedo y mandas a los monstruos de paseo. La próxima una comedia, por favor.

En redondo

En redondo

Esto es lo último que recuerdo antes de desplomarme. Vi cómo el mundo giraba bajo mis pies, aunque creo más bien que quien giraba era yo cayendo redondo, pero en ese momento no puedes pensar con claridad. Mi chica me había citado bajo nuestra pérgola favorita, donde un viejo banco desgastado por las inclemencias del tiempo nos esperaba. Un rincón poco transitado donde la llevé en nuestra tercera cita. Quería mostrarle donde acababa siempre que me sentía perdido. Le encantó cómo le desnudé mi alma mientras me escuchaba con los ojos cerrados. Desde entonces sabía dónde estaba cuando necesitaba pensar. Yo le enviaba una foto del banco diciéndole que allí siempre habría sitio para ella. Un beso venía cada vez de vuelta.

Sabía que la relación no pasaba por su mejor momento pero en el fondo nos queríamos… Se la veía inquieta, con prisa por acabar. Me estaba asustando. Una gota de sudor frío me recorrió la nuca. Las palabras brotaban de su boca pero ya era incapaz de oírlas. Solo alguna llegó a mí: tiempo, espacio, distancia… pero no amor, compartir, juntos. Siempre he sido mal oyente y creo en mi mente discursos paralelos con lo que supongo intentan decirme. Ella me zarandeó intentando traerme a la realidad y mientras me preguntaba si la había entendido. Sus ojos de miel mostraban preocupación.

Me levanté sin decir palabra y solo pude echar a correr. Deambulé por el recinto buscando un lugar donde el eco de sus palabras dejara de retumbar en mis oídos. Parecía seguirme. Lo conseguí cuando mi cabeza casi da contra el suelo. En un segundo de supervivencia mis manos cubrieron mi cara y eso evitó la tragedia.

Entonces la oí enfadada.

– ¿Pero tú me has escuchado? ¿No te parece que exageras? ¡Solo quiero irme 6 meses a Londres porque me han dado la beca!

Rompí a reír y entonces sí que vi furia en sus ojos, ¡ay, que ahora sí que me deja!

Lucas

Lucas

Desde que tenía memoria había sido un niño enfermizo. Con el tiempo había desarrollado un miedo atroz a las agujas, y los médicos a estas alturas no le simpatizaban mucho tras tantas pastillas, pinchazos, pruebas y visitas. Lo que más rabia le daba a Lucas era que no hablasen delante de él, así que cuando el doctor salió hoy de la habitación seguido de su madre, saltó de la cama y pegó la oreja a la puerta para intentar enterarse de algo. Ya no era un niño pequeño, tenía casi 8 años y quería que lo tuvieran más en cuenta.

Por desgracia solo escuchaba cuchicheos; ‘¡ay no, más pruebas no!’, pensaba cuando cesaron los murmullos, y al fin con voz clara pudo oír: “Nos vemos el sábado”. ‘¿El sábado?, ¿para qué? Hoy es miércoles. ¿Qué necesita hacerme un sábado? ¿Es que acaso estoy peor?¿Me van a pinchar? ¿Qué va a ser de mí el sábado?’ Derrotado se dejó caer al suelo resbalando por la puerta. ‘Pero si yo ya me siento bien’.

Lucas pasó los siguientes días encerrado en su habitación, cabizbajo, malhumorado y saliendo a regañadientes cuando lo llamaban para comer. Cuando su familia le preguntaba qué le pasaba, en una especie de rebuzno, decía que nada y volvía su mundo. Así, sin hablar más, pasaron los días.

Llegó el tan temido sábado. Lucas despertó y sin salir de la cama prestó atención a los sonidos de la casa. Se oía un poco más de alboroto porque su tía Amparo estaba allí y a ella era imposible no oírla, pero nada más. Así que ya le daba igual, reunió valor y salió de la habitación. Al hacerlo vio un gran cartel con dos mensajes: feliz cumpleaños y no más médicos. Un montón de caras sonrientes, incluida la del doctor, le miraban esperando su reacción. Lucas lloró aliviado. Luego rió. Rió como hacía mucho que no reía.