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Adiós. Con las alas rotas también se puede volar

Alas rotas

Nunca hasta ahora había pensado que un adiós pudiera ser el comienzo de algo. Acababa de marcharme sin mirar atrás, sin la mínima duda, sin un titubeo en mis pasos. Apenas me llevo lo puesto, lo demás solo son cosas que prefiero dejar. Menos carga, menos recuerdos. No quiero nada que me lo recuerde. Me basta con saber que no volveré a repetirlo.

Tras ese adiós veo nuevos caminos, todo un mundo por descubrir. No diré que estaba ciega porque sabía que, hacía ya demasiado, cerré los ojos. Los cerré porque no quería ver el camino que había emprendido, todo un descenso al infierno y lo que le permitía. Llegué hasta perder la noción del tiempo más allá de dormir y servir. Me aisló, me apartó de todos, me hizo dejar fuera todo lo que no fuese él. Al principio fue sutil y lo justificaba diciendo que era porque me quería, porque me cuidaba. Era tan convincente que hasta lo justificaba.

Sé que eso es maltrato y que podría haber llamado pidiendo ayuda, pero cuesta tanto descolgar un teléfono cuando no te salen las palabras por miedo a que sea verdad que estás sola…

Y entonces se equivocó.

Me preguntó, dándome opción a cuestionarme si llevaba una vida feliz. Respondí, para mis adentros, que no. A él le asentí. En ese momento abrí los ojos. Fue como darle al interruptor de la luz. A partir de ese instante comencé a pensar y no sé cómo salí de mi hipnosis. Poco tiempo después recogí lo poco que necesitaba. Ni siquiera cerré la puerta dejando que el viento reinante desordenase sus papeles.

Me eché a andar, levantando la mirada del suelo, mirando sin vergüenza, sin temor a que me preguntara qué miraba. Fue entonces cuando la vi y pensé: si tú con las alas rotas aún eres capaz de volar, yo también podré volver a hacerlo.

Nunca olvidé

Nunca olvidé

Apenas te tenías en pie cuando pasó. Nunca olvidé ese día, todas sus horas desde el amanecer hasta que tu luz se apagó. El cementerio era pequeño pero había hueco para tu cuerpecito. El carpintero del pueblo montó la que sería tu última cuna sin decir una palabra, sin pedir una moneda a cambio, pero no fue capaz de tallar tu nombre. Siempre le agradecí el gesto y cuando pude le encargué una mesa para reunir a la familia a comer… ahora tienes dos hermanas. Las dos saben de ti pero se fueron del pueblo. Aquí me quedé yo.

Es posible que creas que te olvidé. Que me cansé de traerte flores. Que se me secaron los ojos y ya no te lloraba. Es probable que pienses que el tiempo me distanció de ti y ya no quise arreglar más tu tumba. Es posible pero no pasó. Solo pasó que yo también morí.

Descansa. Por mucho tiempo que pase, siempre seré tu hija y tú siempre serás mi padre. Te quiero papá.

Descansa

Descansará el alma donde no hay dolor.

Descansará sin temor a perder el resuello.

Ya no hay más que esperar, todo está hecho y lo que se dejó por hacer así quedará por la eternidad. Descansa tu mente fatigada por la lucha, descansa lejos ya del cuerpo que tanto dolió. Ese cuerpo dado que durante toda una vida te cobijó, pero que con el tiempo se rompió en tantos pedazos que tu alma solo vivía ya para escapar.

Esperando una guardia baja que por fin llegó y te dejó libre, quedaste libre para siempre. Yace tu cuerpo pero tu alma vuela a ese cielo en el que creías. Uno más que deja un hueco, que deja llenos algunos corazones optimistas empeñados en ver la botella medio llena en lugar de medio vacía.

Descansas ya y van dos años. Los que seguimos sujetos a la gravedad nos acordamos mucho de ti.

Dia de la madre

Día de la madre

Cada vez que llega el primer domingo de mayo no puedo evitar acordarme de ti. El día de la madre resuena por todas partes y me llegan mensajes con ideas para regalarte: perfumes, bolsos, un bonito vestido floral… Pero tú ya sabes que nunca te haría un regalo.

No sé si vives o si, ojalá, te has muerto ya. La suerte de verte cara a cara no la tuve nunca. Muchos me dicen que con dejarme en aquel cubo de basura hiciste lo mejor para mí, aunque había cientos de lugares mejores. No sé si solo querías abandonarme o que muriera.

No, no quiero a la madre que me parió, porque esa no fue jamás mi madre.

Cuando nací era más pequeño, más flaco, más débil de lo que cabría esperar. Es probable que ni siquiera tuviera los nueves meses pero ya no podrías esconderme más, o quizá yo, sabiendo que no me querías simplemente huí de ti en cuanto reuní la fuerza suficiente para alejarme.

El primer domingo de mayo, de hace ya unos años, mis padres me sentaron en casa y me contaron la historia terrible de cómo vine al mundo. Empezaron dando un gran rodeo y titubeaban para elegir las palabras. Entiendo que contarle al que crías y quieres como se debe querer a un hijo, no es fácil decirle algo así. Al final, cuando se quedaron sin palabras, sacaron unos recortes de prensa en los que yo era el protagonista.

Sabía que era adoptado desde siempre, nunca me lo ocultaron y lo entendí sin trauma. Pero esto es más de lo que se puede soportar. Soy incapaz de entenderte, de comprender tu situación para llegar a eso.

Confieso que me quedé en shock, pero al ver dos lágrimas en sus caras, solo pude darles un abrazo interminable. Mis primeras palabras entre sollozos fueron: feliz día de la madre, a ti sí.

viaje

El viaje

Dicen que la vida es un viaje. Uno maravilloso. Comenzamos naciendo, luego crecemos y finalmente, morimos. Lamento el spoiler, aunque creo que no pillaré a nadie por sorpresa. Creo que de todo eso lo más fácil es nacer. Te viene dado. Pasas 9 meses flotando, bien cobijado y a cambio solo tienes que dar unas pataditas indicando que estás ahí. Llega un momento en que se te queda pequeño el hueco y quieres salir. Se abre el túnel y ves la luz. El mundo es frío y seco, ya no flotas. Entonces descubres otros placeres. Eres un niño y eres feliz.

Pero creces.

Entonces todo es cuesta arriba y cada vez que crees alcanzar la cima, se alza ante ti otra montaña a escalar, un nuevo reto. Casi sin saber por qué, te lanzas a por ello. Miras a tu alrededor y todos van como tú, así que sigues, una y otra vez.

Y envejeces.

Tienes la suerte de envejecer pero enfermas, aunque sea de edad o porque te alcanza algún mal. Lo cierto es que toca morir, es el final del viaje. Morir es lo más difícil. No nos enseñan, no nos preparan, vivimos de espalda a lo que tarde o temprano sucede.

Dicen que volvemos a ver la luz, que todo se desvanece y somos felices. Quizá estamos en un útero grande preparados para nacer en otro mundo, en otra dimensión. Sea como fuere no debería ser obligatorio prolongar el dolor y la angustia de saberse a las puertas pero no poder hacer más que esperar, porque eso no es vida.

Siempre, desde que era joven, he defendido el derecho a decidir sobre el final del viaje vital cuando la muerte espera tras la puerta. Ahora, con algunos años más, opino con más fuerza aún que debería permitirse acabar con el sufrimiento de la persona que lo desee. Al igual que cuando nos toca nacer, y no salimos, hay cesáreas, debería existir un protocolo que permita decir hasta aquí.

Solo cambia la fecha del certificado de defunción, porque quizá hacía tiempo que ya no eras tú o deseabas con todo tu ser dejar de serlo… pero te obligan a seguir vivo. Considero absurdo prolongar una vida para no llegar a ningún sitio, para retrasar lo inevitable, para solo sentir y regar dolor.

Al fin, mueres. Fin del viaje.

Tu sufrimiento acabó. A tu alrededor el dolor se disipa y el alivio invade las almas. Alguien se lleva tus zapatos en una bolsa. Tus pies no volverán a pisar el suelo.

En redondo

En redondo

Esto es lo último que recuerdo antes de desplomarme. Vi cómo el mundo giraba bajo mis pies, aunque creo más bien que quien giraba era yo cayendo redondo, pero en ese momento no puedes pensar con claridad. Mi chica me había citado bajo nuestra pérgola favorita, donde un viejo banco desgastado por las inclemencias del tiempo nos esperaba. Un rincón poco transitado donde la llevé en nuestra tercera cita. Quería mostrarle donde acababa siempre que me sentía perdido. Le encantó cómo le desnudé mi alma mientras me escuchaba con los ojos cerrados. Desde entonces sabía dónde estaba cuando necesitaba pensar. Yo le enviaba una foto del banco diciéndole que allí siempre habría sitio para ella. Un beso venía cada vez de vuelta.

Sabía que la relación no pasaba por su mejor momento pero en el fondo nos queríamos… Se la veía inquieta, con prisa por acabar. Me estaba asustando. Una gota de sudor frío me recorrió la nuca. Las palabras brotaban de su boca pero ya era incapaz de oírlas. Solo alguna llegó a mí: tiempo, espacio, distancia… pero no amor, compartir, juntos. Siempre he sido mal oyente y creo en mi mente discursos paralelos con lo que supongo intentan decirme. Ella me zarandeó intentando traerme a la realidad y mientras me preguntaba si la había entendido. Sus ojos de miel mostraban preocupación.

Me levanté sin decir palabra y solo pude echar a correr. Deambulé por el recinto buscando un lugar donde el eco de sus palabras dejara de retumbar en mis oídos. Parecía seguirme. Lo conseguí cuando mi cabeza casi da contra el suelo. En un segundo de supervivencia mis manos cubrieron mi cara y eso evitó la tragedia.

Entonces la oí enfadada.

– ¿Pero tú me has escuchado? ¿No te parece que exageras? ¡Solo quiero irme 6 meses a Londres porque me han dado la beca!

Rompí a reír y entonces sí que vi furia en sus ojos, ¡ay, que ahora sí que me deja!

De la A a la Z

De la ‘A’ a la ‘Z’

Después de décadas de disputas entre la familia y el pequeño ayuntamiento, el viejo edificio que una vez albergó la primera escuela será demolido. La profesora artífice de que esa pequeña aula fuera mucho más, la señorita Amparo, se ganó el respeto y el cariño de todo el pueblo, y al año de fallecer levantaron una discreta estatua en la plaza junto a su obra. Era menuda, con su pelo recogido en un moño y las gafas colgando al cuello harta de perderlas en cualquier parte. En su mano izquierda, un libro titulado De la ‘A’ a la ‘Z’. Era lectura obligada para todo el que pasaba por su clase. En la derecha un alumno, el primero que tuvo, su hijo.

Ahora que han decidido demolerlo permitieron entrar a verlo. El espacio estaba sucio después de tanto tiempo. Cuando mis ojos se acostumbraron a la oscuridad un escalofrío me recorrió la espalda. Todos los pupitres estaban allí, esperando a ser ocupados. En la pizarra aún se adivinaban algunas sumas y restas pendientes de solución. En un rincón el esqueleto con un brazo y la mandíbula en el suelo, cansado de esperar, supongo.

Solo un juguete antiguo medio roto permanecía encima de un pupitre aguardando que su dueño volviera a jugar con él. Era uno de esos cochecitos metálicos: todo un camión de bomberos con su campana, que aún sonaba tras limpiarla un poco, y su escalera. Por debajo, raspado, se leía el nombre de Miguel. Cuánta molestia se había tomado en ponerle su nombre para luego dejarlo allí, pensé. El juguete quedó olvidado aquel día. El día de la excursión. El día en que todo acabó para ellos. El fatídico día que el pueblo enmudeció para luego explotar en llanto. Nadie habla de eso, pero todos se lo ven en los ojos de quiénes lo vivieron.

El autobús que salió pero nunca volvió. Un vuelco en la cuneta y adiós para siempre.

Imagen de una caja blanca vacía

La caja

Me acabo de quedar vacía, sin pasado, muerta por un rato. No he podido ni articular palabra por horas.

Atesoro en una caja blanca unos folios escritos desde la adolescencia. Lo primero que encontrabas al abrirla era una nota escrita en rojo pidiendo por favor que no siguieras. Rezumaba pudor en cada trazo. Esa la quité cuando ya vivía sola; no tenía sentido.

En esa caja no hay ningún novel de literatura pero sí mucho de mí, de cómo empecé a escribir, de por qué lo hacía. Llevaba una libreta encima y en mis ratos muertos, escribía. Muchas historias nacieron en la línea 30 de vuelta a casa. Contaba un sentimiento por un corazón roto, por el egocentrismo de algunos, por el sol que se ponía, por la vida, la oscuridad… La guardaba escondida con la esperanza de un futuro en el que tuviese el valor de mostrarla. Pero ese día no llegaba, cada vez lo veía más lejos, cada vez con menos ilusión.

Eran folios sueltos, páginas arrancadas de mis cuadernos de clase y de aquellas libretas que hacían también las veces de agenda. Incluso había algún dibujo. Mucho de adolescente, pero yo al fin y al cabo. Son cosas que guardas y relees cada mil años y eres capaz de ir a ese momento, de sentirte como entonces y decir, ¡cómo cambian las cosas! Para mí, un tesoro. Me gusta el paso del tiempo y lo que va dejando y lo que cambia.

Pues esa caja no está, desapareció.

Llegó lo que no tuvo que suceder. Me deshice de aquellas palabras, de todas y cada una de ellas. En algún momento debí vaciarla, no sé qué se me pasó por la cabeza. Las releí y las tiré. Solo recuerdo retazos ahora que busco un recuerdo de ese día. No debí hacerlo. Sé que la vida son nuestros recuerdos, no objetos. Es lo que nos trae aquí ahora, pero hay cosas irreemplazables que sí necesitamos. Siento una gran pena. Me arrepiento por haber tirado esas páginas.

Pero la vida sigue. Los días pasan y lo voy asimilando sin dejar aún de preguntarme por qué lo hice. Guardé entonces una caja vacía que me recordara que el miedo no lleva a ningún sitio, que hay al menos que intentarlo y entonces empecé con nuevas palabras.

Ahora tengo un blog.

La sonrisa de Olga

La sonrisa de Olga

Salia yo distraída de un centro comercial, cuando la sonrisa de una voluntaria detrás de una hucha me asaltó, sacándome del mundo en el que quedé encerrada días atrás. Las malas noticias, las peores noticias nos encierran en lugares oscuros y sin aire.

Aún el nudo en el estómago me apretaba contra las costillas como si una bola de acero golpeara una y otra vez ahí. Tenía un tapón que bloqueaba cualquier intento de sentir.

Un agresivo cáncer apareció en la familia y aún estábamos por digerirlo. Cuesta verbalizarlo casi tanto como escucharlo, a pesar del esfuerzo de muchos médicos de suavizar el golpe usando palabras menos agresivas. Pero es lo que es.

Así, que en un vano proyecto de distracción paseando entre gente y tiendas, Olga me sacó de mi burbuja oscura. Pedía, sacudiendo la hucha, colaboración por pequeña que fuera. No sé qué cara puse, pero me leyó en la expresión lo que me rondaba. Asentí contenida y me preguntó quién y qué. Ante mi respuesta habló de sus 7 operaciones, que en breve serían 8. Pero ella allí seguía, con una sonrisa sincera como arma, contando su historia. La superación hecha persona, el ánimo en lo alto. Generosa en sus palabras, en su afecto, sin quitar un ápice de dolor o importancia. Afrontando la carga como el que lleva un simple sombrero de paja. Una fortaleza de la que yo carecía en aquellos momentos. Jamás me he alegrado tanto de pararme ante un desconocido.

Desarmada, sentí que el tapón comenzaba a salir. Dejé de ver claro por las lágrimas que brotaban, y ella se emocionaba conmigo. Le pedí un abrazo y dejando la hucha en la mesa me abrazó. No todo el mundo sabe hacerlo. Olga sí. Ojalá Olga siga siendo Olga, y saque de la oscuridad a los perdidos en ella, porque del cáncer se puede salir.

En la orilla

En la orilla

Sus pies casi tocaban el agua. El día amaneció frío y ni con la llegada del mediodía calentó. Llegó la tarde y allí estaba, en la orilla. Lanzó una piedra al mar. Le lanzó una piedra al sol para que se escondiera ya, pero no le hizo caso. Aún le quedaba un rato antes de irse.

Sabía que el fuego era la única salida. Todo debía arder. No podía quedar nada, ni un mínimo rastro de su presencia. No tenía fuerzas para estar allí, no estaba preparado. Llevaba días intentando entrar pero se quedaba al otro lado de la valla. Hace poco vio a alguien rondando por su cabaña, con la oreja pegada a la puerta y no contento con eso intentó forzar la entrada. Gritó y el intruso huyó.

Lo que fue ya pasó, no iba a volver. El recuerdo impregnado en aquellas paredes, duele. Al fin decidido entró y recogió lo que quedaba. Fotos, libros y alcohol… Lo apiló en la barbacoa de la casa, allí donde compartieron tantas puestas de sol sobre el mar y le prendió fuego. Se quedó hasta verlo reducido a cenizas.

Aquel había sido su refugio, su lugar para esconderse juntos, para respirar su peso. Algo le había hecho volver, aún anda averiguando qué. Sabía por qué se fue, se quebró su vida e incapaz de tomar las riendas se dejó llevar por el viento. Se embarcó y a cambio de duro trabajo a bordo, lo llevaban dando tumbos por los puertos. Se hizo a la mar. Se hizo a no tener tierra bajo sus pies más de lo necesario hasta el siguiente embarque. La soledad fue su mejor amiga, la única en realidad. Apreciaba su silencio, su presencia a su ruego.

Las cenizas volaban al viento sobre el mar. Escapaban los fantasmas a través de sus lágrimas. Me alegro de verte de vuelta le susurró ella por la espalda, ¿me has perdonado ya?