Llevaba un mapa y me perdí. Lo había casi memorizado de mirarlo durante el vuelo. Conocía los colores de las líneas y recorría señalando con el índice todo el trayecto de punta a punta. Ida y vuelta. Cerraba los ojos y en mi mente se aparecían los nombres mil veces leídos. Primero la verde, luego la roja, la azul… La ciudad en mis manos. Una guía a mi medida que llevaba tiempo, quizá demasiado, esperando a ser usada.
Llevaba un mapa que empezaba a romperse por los pliegues de tanto abrirlo y cerrarlo. Ya podía hacerlo sin mirar y hasta por el roto de la esquina sabía decirte si estaba del revés o no. Siempre, aún sabiendo la respuesta, lo consultaba.
Llevaba un mapa y la ciudad me esperaba, pero me perdí por no saber a dónde ir.