Recuerdo con tal nitidez su risa en nuestra primera cita que miro a los lados buscándola. Cuando nos sentamos y el camarero se acercó, le pregunté si quería vino. Dijo un tímido no que en realidad descubrió un sí, cuando trajeron solo una copa. Entonces dijo, solo una que se me suelta la risa. Menuda risa.
Si su sonrisa era preciosa, la risa que salía de aquella mujer podría alegrar el mundo entero. Solo con eso me enamoró. Inocente, limpia y sincera, la más alegre que en mi vida he escuchado y dudo que otra suene igual. Cómo no amarla. Por suerte para mí, tras unos años juntos, me respondió sí apostillando, ¡cuánto has tardado! Y rió.
De esa primera cita a hoy han pasado 30 años. La vida nos ha tratado bien. Hasta hoy. Anoche volvíamos de celebrarlo. Una cena con velas, una delicia de platos y una copa de vino como aquella vez. Su risa estaba desbordada por la emoción y recordaba cada instante aún con más detalle que yo. Paseamos abrigados y agarrados como dos jovenzuelos besuqueándonos en un portal. Maravilloso. Más feliz que la primera vez porque ahora sabía que mi amor era para ella y el suyo para mí, para siempre.
No sabía que siempre fuera tan breve. Volvíamos en el coche y por el retrovisor vi luces de varios vehículos que se acercaban deprisa, demasiado. El segundo no pudo esquivarnos cuando trató de adelantarnos y tras un golpe salimos disparados de la carretera sin que pudiera hacer nada.
Ahora me siento flotar, supongo que serán los calmantes porque a veces me duele todo el cuerpo mucho y al poco desaparece todo recuerdo del dolor. En medio de sonidos que no reconozco la oigo, pero no ríe. Llora ahogadamente. Al menos sé que está bien, aunque creo que no opinaría lo mismo. Una lágrima sale de mis ojos, yo lo que quiero es oírla reír y marcharme en paz. Entonces la oigo sonreír.
Todo se apaga y lo que soy se desvanece, me voy.