Hubo un tiempo en el que la dulce Beatriz le dedicaba al menos una hora cada tarde. El resto, casi ni lo miraban, pero a él no le importaba porque solo esperaba a Beatriz. Él se sentía su piano, solo de ella.
Cuando empezó era tan pequeña que sus pies colgaban del banco, pero aún así era capaz de conseguir algunas melodías que le hicieran vibrar. Su profesora no tenía que enfadarse con ella ni marcarle trabajo para la próxima clase porque ella haría mucho más.
Esa niña aplicada y apasionada por la música creció. Poco a poco la fue dejando a un lado y con ella el piano. Cuando estaba triste se sentaba en el mismo banco que antaño; sus pies ya llegaban a los pedales con holgura. Tocaba entonces canciones tristes.
Con el tiempo el piano llegó a molestar en la casa. Beatriz se había marchado a estudiar al extranjero y no volvía sino unos días para Navidad. La familia se deshizo de él y vagó por varios locales de música en directo, sonando ahora con otros acordes. Descubrió un nuevo mundo. Un mundo que tenía los días contados.
Acabó enmudecido, en un rincón, olvidado. Habían intentado hacerle recuperar su buena cara para que llenara aquel espacio. Un piano como él y solo era objeto de decoración. Se olvidó de cómo sonaba. Sus recuerdos de mejores tiempos se habían desdibujado hasta parecer un sueño. Le quedaban marcas de algún vaso que alguien dejó mientras acariciaba sus teclas y el hielo se derretía por el calor del local. Algún cigarrillo había llegado a su fin contra su madera negra ahora desgastada. Solo servía ya para acumular polvo.
No supo más de Beatriz pero la recordaba y le quedaba la esperanza de volver a sentir sus manos, de volver a ser su piano.