Desde que tenía memoria había sido un niño enfermizo. Con el tiempo había desarrollado un miedo atroz a las agujas, y los médicos a estas alturas no le simpatizaban mucho tras tantas pastillas, pinchazos, pruebas y visitas. Lo que más rabia le daba a Lucas era que no hablasen delante de él, así que cuando el doctor salió hoy de la habitación seguido de su madre, saltó de la cama y pegó la oreja a la puerta para intentar enterarse de algo. Ya no era un niño pequeño, tenía casi 8 años y quería que lo tuvieran más en cuenta.
Por desgracia solo escuchaba cuchicheos; ‘¡ay no, más pruebas no!’, pensaba cuando cesaron los murmullos, y al fin con voz clara pudo oír: “Nos vemos el sábado”. ‘¿El sábado?, ¿para qué? Hoy es miércoles. ¿Qué necesita hacerme un sábado? ¿Es que acaso estoy peor?¿Me van a pinchar? ¿Qué va a ser de mí el sábado?’ Derrotado se dejó caer al suelo resbalando por la puerta. ‘Pero si yo ya me siento bien’.
Lucas pasó los siguientes días encerrado en su habitación, cabizbajo, malhumorado y saliendo a regañadientes cuando lo llamaban para comer. Cuando su familia le preguntaba qué le pasaba, en una especie de rebuzno, decía que nada y volvía su mundo. Así, sin hablar más, pasaron los días.
Llegó el tan temido sábado. Lucas despertó y sin salir de la cama prestó atención a los sonidos de la casa. Se oía un poco más de alboroto porque su tía Amparo estaba allí y a ella era imposible no oírla, pero nada más. Así que ya le daba igual, reunió valor y salió de la habitación. Al hacerlo vio un gran cartel con dos mensajes: feliz cumpleaños y no más médicos. Un montón de caras sonrientes, incluida la del doctor, le miraban esperando su reacción. Lucas lloró aliviado. Luego rió. Rió como hacía mucho que no reía.