Temo a la oscuridad. Cierro los ojos para dormir porque así estamos hechos y no puedo evitarlo, pero por favor que la oscuridad no sea total, necesito que me llegue luz. Adoro las noches de luna llena porque se cuela hasta mi habitación y entonces duermo feliz, sin miedo. Pegué mi cama a la ventana solo para que me llegue su luz. Esa claridad me acompaña toda la noche en lugar de esa amarilla y parpadeante luz de la farola. Debe tener algún cable mal para tiritar así. Pronto se fundirá. La oscuridad me acosa.
Me asomé sabiendo que la luna ya habría salido. Se adivinaba su presencia entre las nubes. Asomaba y desaparecía como una mujer coqueta que juega con su abanico. Sabía que de un momento a otro brillaría en el cielo. Sin embargo el tiempo pasaba y cada vez se veía menos, sentía que algo no iba bien. Me fui de la ventana inquieta. Al rato volví y no estaba. Las nubes desfilaban pero no veía ni rastro de ella. Quién me diría que algo así podría pasar: habían robado la luna…
Quizá algún amante la había bajado para su amada. No es justo que ella la tenga toda para sí y yo no pueda verla más. La necesito. La busco. La persigo. Por favor, ya sabe que la quieres, devuélvenos la luna. Las mareas enloquecerán, los lobos ya no aullarán, los enamorados no podrán suspirar al verla. Quién no la ha contemplado sabiendo que su enamorado también la mira y así sentirse más cerca. ¡Ay, mi luna!
El tiempo pasa. El cielo sigue oscuro y no hay rastro de la blanca. Destrozado por la ausencia caigo en la cama. Qué será de mí.
Atormentado por mis fantasmas escudriño el cielo. Las nubes se han ido. Veo entonces una ligera luz rosada, todo un círculo rojo. ¡El eclipse! Lo había olvidado por completo. Las lágrimas caen por mi cara. Dormí feliz.